Al oír esto, sentí mucha pena y miré los ojos rojizos de mistress Micawber con la
mayor simpatía.
-Excepto un pedazo de queso de Holanda, que no es suficiente para las necesidades de
mi joven familia --dijo mistress Micawber-, realmente no hay ni una miga de nada en la
despensa. Estoy acostumbrada a hablar de la despensa de cuando vivía con papá y mamá,
y use la palabra inconscientemente. Ahora lo que quiero decir es que no hay nada que
comer en casa.
-¡Dios mío! -dije con gran emoción.
Tenía dos o tres chelines de mi dinero de la semana en el bolsillo, por lo que deduzco
que debíamos de estar a martes por la noche cuando tuvimos aquella conversación. Los
saqué prontamente, pidiéndole con toda la emoción de mi alma que no los rechazara;
pero ella, besándome y haciéndomelos guardar de nuevo en el bolsillo, me dijo que no
pensara en ello.
-No, mi querido Copperfield; eso está lejos de mi pensamiento. Pero tienes una
discreción muy por encima de tu edad y puedes hacerme un gran favor, si quieres; lo
aceptaré con reconocimiento.
Le rogué que me dijera de qué se trataba.
-Yo misma he llevado la plata a empeñar -dijo mistress Micawber-; seis cucharillas de
té, dos saleros y un par de pinzas para el azúcar; en diferentes ocasiones he sacado dinero
de ello, en secreto y con mis propias manos; pero ahora los mellizos me estorban mucho,
y el hacerlo me resulta muy triste cuando recuerdo los tiempos de papá y mamá. Todavía
quedan algunas cosas de las que se puede sacar partido. Los sentimientos de míster
Micawber nunca le han permitido mezclarse en estas cosas, y Cliket (este era el nombre
de la criada) tiene un espíritu vulgar y quizá se tomara demasia das libertades si se
depositase en ella semejante confianza; por lo tanto, si yo pudiera pedirle a usted...
Comprendí a mistress Micawber y me puse a su disposición, y aquella misma noche
empecé por llevar lo más manejable, y todas las mañanas hacía una expedición semejante
antes de entrar en el almacén de Murdstone y Grimby.
Míster Micawber tenía unos cuantos libros en un armario, al que llamaba la librería, y
empecé por aquello. Llevé uno tras otro a un puesto de libros de City Road, cerca de
nuestra casa, en un sitio que estaba siempre lleno de puestos de pájaros y libros. El dueño
de aquel puesto vivía en una casucha al lado y solía emborracharse por la noche y tenía
violentas disputas con su mujer por la mañana. Más de una vez, cuando iba muy
temprano, le encontraba en la cama, con la frente partida o con un ojo morado, resultado
de sus excesos de la víspera (temo que debía de ser muy violento cuando había bebido), y
con su mano temblona trataba en vano de buscar uno por uno en todos los bolsillos de su
ropa, que estaba caída por el suelo, mientras su mujer, con un niño en los brazos y los zapatos en chancleta, no le dejaba en paz. A veces había perdido su dinero y me decía que
volviera a otra hora; pero su mujer siempre tenía algo, que le había quitado durante la
borrachera, y terminaba la compra mientras bajábamos las escaleras.
En la casa de préstamos también empezaron a conocerme, y el cajero me tenía mucha
simpatía. Recuerdo que a me nudo me hacía declinar un nombre o adjetivo latino o conjugar un verbo mientras esperaba todas las transacciones. En todas aquellas ocasiones
mistress Micawber hacía después preparativos para una comida, y había un peculiar
encanto en ello, lo recuerdo muy bien.
Por último llegó la crisis de las dificultades de míster Micawber, y una mañana muy
temprano vinieron a buscarle y le llevaron a la prisión de Bench King's, en el Borough.
Cuando lo llevaban me dijo que el angel de la guarda había desaparecido para él; y yo,