realmente, pensando que su corazón estaba destrozado, sentía igual. Pero después oí decir
que en la cárcel había estado jugando alegremente a los bolos antes de comer.
El primer domingo después de su encierro fui a verle y a comer con él. Tenía que
preguntar el camino en un sitio, y antes de llegar allí debía encontrar otro sitio, y un poco
antes vería un pórtico que tenía que atravesar y continuar en línea recta hasta que me
encontrase al carcelero. Lo hice todo, y cuando, por último, vi al carcelero, ¡pobre de mí!,
recordé que cuando Roderik Ramdom estaba en la pris ión por deudas veía allí un hombre
que sólo iba vestido con un trozo viejo de tapiz; el carcelero se desvaneció ante mis
inquietos ojos y mi palpitante corazón.
Míster Micawber me estaba esperando cerca de la puerta, y una vez llegados a su
habitación, que es taba situada en el penúltimo piso, se echó a llorar. Me conjuró
solemnemente para que recordara su destino y para que no olvidara jamás que si un
hombre con veinte libras esterlinas de renta gasta diecinueve libras, diecinueve chelines y
seis peniques, podrá ser dichoso; pero que si gasta veintiuna libras, nunca se librará de la
miseria.
Después de esto me pidió prestado un chelín para comprar cerveza, y me dio un recibo
para que su señora me lo devolviera. Después se guardó el pañuelo en el bolsillo y recobró su alegría.
Estábamos sentados ante una fogata; dos ladrillos atrave sados a cada lado de le
chimenea impedían que se quemara demasiado carbón. Cuando otro deudor, que
compartía la habitación de Micawber, entró con el pedazo de cordero que íbamos a comer
entre los tres y pagar a escote, entonces me enviaron a otra habitación que estaba en el
piso de arriba, para que saludara al capitán Hopkins de parte de míster Micawber y le
dijera que yo era el amiguito de quien le había hablado y que si quería prestarme un
cuchillo o un tenedor.
El capitán Hopkins me prestó el cuchillo y el tenedor, encargándome sus saludos para
míster Micawber. En su celda había una señora muy sucia y dos muchachas, sus hijas, pálidas, con los cabellos alborotados. Yo no pud e por menos de pensar que más valía
pedirle a Hopkins su cuchillo que su peine. El capitán estaba en un estado deplorable;
llevaba un gabán muy viejo sin forro y unas patillas enormes. El colchón estaba hecho un
rollo en un rincón, y ¡qué platos, qué vasos y qué tazas tenía encima de una mesa!
Adiviné, Dios sabe cómo, que, aunque las dos muchachas desgreñadas eran sus hijas, la
señora sucia no estaba casada con el capitán Hopkins. En mi tímida visita no pasé de la
puerta ni estuve más de dos minutos; sin embargo, bajaba tan seguro de lo que acabo de
decir como de que llevaba un cuchillo y un tenedor en la mano.
Había, después de todo, algo bohemio y agradable en aquella comida. Devolví el
tenedor y el cuchillo al capitán Hopkins y regresé a casa para tranq uilizar y dar cuenta de
mi visita a mistress Micawber. Se desmayó al verme, después de lo cual preparó dos
vasos de ponche para consolarnos mientras le contaba lo sucedido.
Yo no sé cómo consiguieron vender los muebles para alimentarse, ni sé quién se
encargó de aquella operación; en todo caso, yo no intervine en ella. Todo se lo llevaron
en un carro, a excepción de las camas y de alguna que otra silla y la mesa de cocina.
Campábamos con aquellos muebles en dos habitaciones de la casa vacía de Windsor
Terrace mistress Micawber, los niños, la huérfana y yo, y de allí no salíamos. No
recuerdo cuánto duró aquello; pero me parece que bastante tiempo. Por último, mistress
Micawber decidió trasladarse a la prisión, donde su marido tenía ahora una habitación
para él solo. Me encargaron de llevar la llave de la casa a su dueño, que por cierto me
pareció encantado de ello, y las camas se enviaron a Bench King's, menos la mía. Alquilamos para mí una habitacioncita en los alrededores de la prisión, lo que me alegró