Charles Dickens | Page 101

aquellas calles con hambre y mal vestido. Y sé que sin la misericordia de Dios estaba tan abandonado, que podía ha berme convertido en un ladrón o hacerme un vagabundo. A pesar de todo, era de los que mejor estaba en la casa Murdstone y Grimby, pues míster Quinio n hacía lo posible por tratarme mejor que a los demás, dentro de lo que podía esperarse de un hombre indiferente, además muy ocupado, y tratándose de una criatura tan abandonada. Yo no había contado a nadie por qué estaba allí, ni les había dejado sospechar mi tristeza por aquella vida. Lo que yo sufría en secreto nadie lo supo. Así mi amor propio sufría menos. Nadie sabía mis penas; por crueles que fueran, me reservaba y hacía mi trabajo. Comprendí desde el primer momento que si no trabajaba igual que los demás me expondría a sus burlas y desprecio. Y pronto fui por lo menos tan hábil y tan activo como mis compañeros. Aunque tenía con ellos un trato fa miliar, mi conducta y modales diferían bastante de los suyos, reteniéndolos a distancia. Tanto ellos como los hombres, por lo general, hablaban de mí como de un señorito y me llamaban el joven Sufolker. Uno de ellos, Gregory, que era el capataz de los embaladores, y otro, llamado Tipp, que era cartero y llevaba una chaqueta roja, me llamaban algunas veces David; pero creo que era en los momentos de mayor confianza y cuando yo me había esforzado en serles agradable contándoles, al mismo tiempo que trabajaba, algunas historias sacadas de mis antiguas lecturas, que cada vez se iban borrando más de mi memoria. Fécula de patata se rebeló alguna vez porque me distinguían; pero Mick Walker le hizo volver al orden. No tenía ninguna esperanza de que me arrancaran de aquella vida horrible, que a mí me parecía vergonzosa, y me sentía enormemente desgraciado. Nunca, ni por un momento, estuve resignado; pero no se lo contaba ni a Peggotty, en parte por cariño a ella, en parte por vergüenza. Nunca en ninguna carta (aunque se cruzaban bastantes entre nosotros) le revelé la verdad. Las dificultades económicas de los Micawber aumentaban la depresión de mi espíritu. En el abandono en que estaba, había empezado a encariñarme con aquella gente, y acostumbraba a hablar de sus asuntos con la señora, calculando sus medios y esperanzas, y después me sentía ago biado por el peso de sus deudas. El sábado por la noche, que era mi mejor día, principalmente porque era una gran cosa volver a casa paseando con seis o siete chelines en el bolsillo y mirando los escaparates y pensando lo que podría comprar con aquella suma, y también porque volvía más temprano. Esos días mistress Micawber me hacía las más desgarradoras confidencias, y también el domingo por la mañana mientras tomaba el té o el café que había comprado la noche antes y guardaba en un tarro de dulce. No era ra ro que míster Micawber sollozara violentamente al empezar una de aque llas conversaciones del sábado por la noche, terminando con una canción. Le he visto muchas veces volver a casa a comer llorando a lágrima viva y declarando que ya sólo le que daba it a la cárcel, y después acostarse calculando lo que costaría poner un mirador a las ventanas del primer piso en el caso de que «surgiera algo», como era su expresión favo rita. Y mistress Micawber era exactamente igual. Una curiosa igualdad en nuestra amistad, originada sin duda por nuestras respectivas situaciones, se estableció entre aquella gente y yo, a pesar de la inverosímil diferencia de nuestras edades. Sin embargo, no consentí nunca en aceptar la menor invitación a comer con ellos (sabiendo el trabajo que les costaba pagar al panadero y al carbonero y que a menudo no tenían bastante para ellos mismos), hasta que mistress Micawber se confió del todo a mí. Y esto ocurrió una noche como sigue: -Copperfield -me dijo mistress Micawber-, no quiero tratarle como a un extraño, y por eso no dudo en decirle que las dificultades de míster Micawber se acercan a una crisis.