canciones de hielo y fuego Cancion de hielo y fuego 1 | Page 8
literatura fantástica
Juego de tronos
las sombras, o salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. Con cada paso que daba, los juegos
de luces y sombras danzaban como la luz de la luna sobre el agua.
Will oyó cómo a Ser Waymar Royce se le escapaba el aliento en un sonido siseante.
—No te acerques más —dijo el joven señor.
Tenía la voz chillona como la de un niño. Se echó la larga capa de marta más hacia atrás sobre
los hombros para tener libertad de movimiento en los brazos durante el combate, y agarró la espada
con ambas manos. El viento había cesado. Hacía mucho, mucho frío.
El Otro se deslizó adelante con pasos silenciosos. Llevaba en la mano una espada larga que no
se parecía a ninguna que Will hubiera visto en la vida. En su forja no había tomado parte metal
humano alguno. Era un rayo de luna translúcido, una esquirla de cristal tan delgada que casi no se veía
de canto. Aquella arma emitía un tenue resplandor azulado, una luz fantasmagórica que centelleaba en
su filo, y sin saber por qué Will comprendió que era más cortante que cualquier hoja. 20
—Adelante si quieres, bailemos. —Ser Waymar le hizo frente con valentía.
Alzó la espada por encima de la cabeza, desafiante. Le temblaban las manos a causa del peso,
o tal vez fuera por el frío. Pero Will pensó que en aquel momento ya no era un crío, sino un hombre de
la Guardia de la Noche.
El Otro se detuvo. Will le vio los ojos; azules, más oscuros y más azules que ningún ojo
humano, de un azul que ardía como el hielo. Miró la espada temblorosa sobre la cabeza de Ser
Waymar y vio cómo la luz de la luna fluía por el metal. Durante un instante, se atrevió a albergar
esperanzas.
Salieron de entre las sombras en silencio, todos idénticos al primero. Eran tres... cuatro...
cinco... Quizá Ser Waymar llegó a sentir el frío que emanaba de ellos, pero no los vio, no oyó cómo se
aproximaban. Will tenía que lanzar un grito de aviso. Era su deber. Y su muerte, si osaba hacerlo. Se
estremeció, se aferró al árbol con más fuerza y guardó silencio.
La espada transparente hendió el aire.
Ser Waymar la detuvo con acero. Cuando las hojas chocaron, no se oyó el ruido de metal
contra metal; tan sólo un sonido agudo, silbante, casi por encima del umbral de audición, como el grito
de dolor de un animal. Royce paró el segundo golpe, y el tercero, y luego retrocedió un paso. Otro
intercambio de golpes, y volvió a retroceder.
Tras él, a derecha e izquierda, los observadores aguardaban pacientes, silenciosos, sin rostro,
el dibujo cambiante de sus delicadas armaduras los hacía casi invisibles en el bosque. Pero no hicieron
ademán alguno de intervenir.
Las espadas chocaron una y otra vez, hasta que Will sintió deseos de taparse los oídos para
protegerse del lamento angustioso que emitían. Ser Waymar jadeaba ya por el esfuerzo, el aliento le
surgía en nubecillas blancas a la luz de la luna. La hoja de su espada estaba cubierta de escarcha; la del
Otro brillaba con luz azul.
Entonces, el quite de Royce llegó un instante demasiado tarde. La hoja transparente le cortó la
cota de malla bajo el brazo. El joven señor lanzó un grito de dolor. La sangre manó entre las anillas.
Despedía vapor en medio de aquel frío, y las gotas eran rojas como llamas al llegar a la nieve. Ser
Waymar se llevó la mano al costado. El guante de piel de topo quedó teñido de rojo.
El Otro dijo algo en un idioma que Will no conocía; la voz era como el crujido del hielo en un
lago invernal, y las palabras sonaban burlonas.
—¡Por Robert! —gritó Ser Waymar Royce haciendo acopio de toda su furia.
Y se lanzó hacia delante con un rugido, blandiendo la espada escarchada con ambas manos y
descargando todo su peso en un ataque en arco paralelo al suelo. El Otro paró el golpe con un
movimiento casi casual.
Cuando las hojas se encontraron, el acero saltó en mil pedazos.
Un grito despertó ecos en el bosque nocturno, y los restos de la espada salieron disparados
como una lluvia de agujas. Royce cayó de rodillas entre gritos, y se tapó los ojos. La sangre manó
entre sus dedos.
Los observadores se adelantaron al unísono, como si les hubieran dado alguna señal. Las
espadas se alzaron y descendieron en un silencio sepulcral. Fue una carnicería sin ira. Las hojas
translúcidas hendían la cota de malla como si fuera seda. Will cerró los ojos. Bajo él, sonaban voces y
risas agudas como carámbanos.
Cuando reunió el valor necesario para mirar de nuevo, ya había pasado mucho tiempo, y el
risco estaba desierto.
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