book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 93
No discutí. Aquellos dedos también empezaban a asustarme. Quiero decir… ¿a quién se le ocurre
esculpir unos dedos metálicos de tres metros de altura para luego dejarlos clavados en un vertedero?
Tras un buen rato caminando, llegamos por fin a la autopista: un trecho asfaltado y bien iluminado,
aunque desierto.
—Lo conseguimos —dijo Zoë—. Gracias a los dioses.
Pero a los dioses no les apetecía que les dieran las gracias, porque en ese momento se oyó un estruendo
como de un millar de trituradoras de basura espachurrando metal.
Nos volvimos alarmados. A nuestra espalda, la montaña de chatarra se removía y empezaba a
levantarse. Las diez columnas se doblaron y entonces comprendí por qué parecían dedos: eran dedos.
Lo que se alzó por fin entre los escombros era un gigante de bronce con armadura de combate griega.
Era increíblemente alto, un rascacielos con piernas y brazos que relucía de un modo siniestro al claro
de luna. Nos miró desde allá arriba con su rostro deforme. Tenía el lado izquierdo medio fundido. Sus
articulaciones crujían, oxidadas, y en el polvo de su pecho blindado un dedo gigante había escrito:
«Lávame.»
—¡Talos! —gritó Zoë.
—¿Quién es Talos? —balbuceé.
—Una de las creaciones de Hefesto —dijo Thalia—. Pero éste no puede ser el original. Es demasiado
pequeño. Un prototipo quizá. Un modelo defectuoso.
Al gigante de metal no le gustó la palabra «defectuoso».
Se llevó una mano a la cintura para sacar su espada, que emitió un chirrido espeluznante de metal
contra metal mientras salía de la vaina. La hoja tendría treinta metros fácilmente. Se veía deslucida y
oxidada, pero no me pareció que eso importara demasiado. Recibir un golpe de ella sería como si te
cayese encima un acorazado.
—Alguien se ha llevado algo —dijo Zoë—. ¿Quién ha sido?
Me miró con aire acusador.
Yo negué con la cabeza.
—Seré muchas cosas, pero no soy un ladrón.
Bianca no dijo ni mú. Habría jurado que parecía culpable, pero no tuve tiempo de pensarlo, porque el
defectuoso gigante dio un paso hacia nosotros y recorrió la mitad de la distancia que nos separaba,
haciendo temblar el suelo.
—¡Corred! —gritó Grover.
Magnífico consejo, salvo que era inútil. Incluso yendo despacio, en plan paseo, aquella cosa podía
adelantarnos y dejarnos atrás en un periquete si quería.
Nos dispersamos, tal como habíamos hecho con el León de Nemea. Thalia sacó su escudo y lo sostuvo
en alto mientras corría por la autopista. El gigante lanzó un mandoble con su espada y arrancó unos
cables eléctricos, que explotaron entre una lluvia de chispas y quedaron esparcidos en el asfalto,
bloqueándole el paso a Thalia.
Las flechas de Zoë volaban hacia el rostro de la criatura, pero se hacían añicos contra el metal sin
causarle merma alguna. Grover se puso a rebuznar como una cabra bebé y trepó por una montaña de
escombros.
Bianca y yo acabamos juntos, tras un carro desvencijado.
—Te has quedado algo —le dije—. Ese arco.
—¡No! —contestó, pero la voz le temblaba.
—¡Devuélvelo! —le ordené—. Tíralo ahora mismo.
—N… no me he llevado el arco. Además, ya es tarde.
—¿Qué te has llevado?
Antes de que pudiera responder, oí un chirrido colosal y una sombra nos tapó el cielo completamente.
—¡Muévete! —Corrimos cuesta abajo justo cuando el pie del gigante lo aplastaba todo y abría un
cráter en el sitio donde nos habíamos ocultado.