book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 92

Thalia le arrancó la corona de las manos. —¡Hablo en serio! —¡Mirad! —exclamó Bianca. Se lanzó corriendo por la pendiente, dando traspiés entre bobinas de bronce y bandejas doradas, y recogió un arco de plata que destellaba—. ¡Un arco de cazadora! Soltó un gritito de sorpresa cuando el arco empezó a encogerse para convertirse en un pasador de pelo con forma de luna creciente. —Es como la espada de Percy. Zoë la miraba con severidad. —Déjalo, Bianca. —Pero… —Si está aquí, por algo será. Cualquier cosa que hayan tirado en este depósito debe permanecer aquí. Puede ser defectuosa. O estar maldita. Bianca dejó el pasador a regañadientes. —No me gusta nada este sitio —dijo Thalia, aferrando su lanza. —¿Crees que nos atacará un ejército de frigoríficos asesinos? —bromeé. Ella me lanzó una mirada fulminante. —Zoë tiene razón, Percy. Si han tirado todas estas cosas, habrá un motivo. Y ahora en marcha. Tratemos de salir de aquí. —Es la segunda vez que estás de acuerdo con Zoë —rezongué, pero ella no me hizo caso. Avanzamos con cautela entre las colinas y los valles de desechos. Aquello parecía no acabarse nunca, y si no llega a ser por la Osa Mayor, seguro que nos habríamos perdido, porque todas las montañas parecían iguales. Me gustaría decir que no tocamos nada, pero había chatarra demasiado guay para no echarle un vistazo. Vi una guitarra con la forma de la lira de Apolo, tan espectacular que no pude resistirme a examinarla. Grover se encontró un árbol de metal roto. Lo habían cortado en pedazos, pero algunas ramas tenían todavía pájaros de oro y, cuando él los recogió, se pusieron a zumbar y trataron de desplegar sus alas. Finalmente, a un kilómetro divisamos el final de la chatarrería y las luces de una autopista que cruzaba el desierto. Pero entre nosotros y la autopista… —¿Qué es eso? —exclamó Bianca. Justo enfrente se elevaba una colina más grande y larga que las demás. Tenía unos seis metros de altura y una cima plana del tamaño de un campo de fútbol, lo que la convertía en una meseta. En uno de sus extremos había diez gruesas columnas metálicas, apretujadas unas contra otras. Bianca arrugó el entrecejo. —Parecen… —Dedos de pies —se adelantó Grover. Bianca asintió. —Pero colosales. Zoë y Thalia se miraron, nerviosas. —Daremos un rodeo —dijo Thalia—. A buena distancia. —Pero la carretera está allí mismo —protesté—. Es más fácil trepar por ahí. ¡Tong!. Thalia blandió su lanza, Zoë sacó el arco. Pero sólo era Grover. Había lanzado un trozo de metal hacia aquellos dedos gigantescos y había acertado a uno. Por la manera de resonar, las columnas parecían huecas. —¿Por qué has hecho eso? —lo riñó Zoë. Grover la miró, avergonzado. —No sé. No me gustan los pies postizos. —Vamos —dijo Thalia, mirándome—. Daremos ese rodeo.