book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 90

—¿Ha sido usted? —¡Pues claro! Porque, la verdad, hay que ver lo aburridas que son estas cazadoras… Una búsqueda de un monstruo, bla, bla, bla. ¡Para salvar a Artemisa! Dejadla donde está, qué caramba. En cambio, una búsqueda por amor… —Un momento, yo no he dicho… —Ay, querido. No hace falta que lo digas. Sabías que Annabeth estuvo a punto de unirse a las cazadoras, ¿no? Me sonrojé. —No lo sabía seguro… —¡Estaba a punto de tirar su vida por la borda! Y tú, querido, puedes salvarla de ese destino… ¡Qué romántico! —Eh… —Ya puedes bajar el espejo —ordenó—. Ya estoy bien. Yo ni me acordaba de que aún lo sostenía, pero me noté los brazos doloridos en cuanto lo bajé. —Escucha, Percy —dijo la diosa—. Las cazadoras son tus enemigas. Olvídate de ellas, de Artemisa y del monstruo. Eso no importa. Tú concéntrate en encontrar y salvar a Annabeth. —¿Usted sabe dónde está? Afrodita gesticuló con irritación. —No, no. Los detalles te los dejo a ti. Hace una eternidad que no tenemos una buena historia de amor trágico. —A ver. En primer lugar, yo nunca he hablado de amor. Y segundo, ¿a qué viene lo de «trágico»? —El amor lo puede todo —aseguró ella—. Mira a Helena y Paris. ¿Acaso permitieron que algo se interpusiera entre ellos? —Pero ¿no provocaron la guerra de Troya y causaron la muerte de miles de personas? —¡Pfff! Ésa no es la cuestión. Tú sigue a tu corazón. —Pero… si no sé adónde va. Mi corazón, quiero decir. Ella sonrió, compasiva. Era verdaderamente hermosa. Y no sólo porque tuviera una cara bonita o lo que fuera. Creía tantísimo en el amor que era inevitable que la cabeza te diera vueltas cuando hablaba de ello. —No saberlo es parte de la diversión —dijo Afrodita—. ¿Verdad que resulta exquisitamente doloroso cuando no sabes con seguridad a quién amas ni quién te ama a ti? ¡Ah, criaturas! Es tan bonito que voy a echarme a llorar. —No, no —rogué—. No lo haga. —Y descuida —añadió—. No permitiré que te resulte fácil ni aburrido. Te reservo algunas sorpresas maravillosas. Angustia. Dudas. Espera y verás… —Está bien, gracias. No se moleste. —¡Qué mono! ¡Ya me gustaría que todas mis hijas pudieran romperle el corazón a un chico como tú! —Los ojos se le estaban humedeciendo—. Ahora será mejor que te vayas. Y ándate con cuidado en el territorio de mi marido, Percy. No te lleves nada. Es muy quisquilloso con sus baratijas y su chatarra. —¿Cómo? —pregunté—. ¿Se refiere a Hefesto? La puerta se abrió en ese momento y Ares, agarrándome del hombro, me sacó del coche de un tirón y me devolvió a la noche del desierto. Mi audiencia con la diosa del amor había concluido. —Tienes suerte, gamberro —me espetó Ares tras sacarme de la limusina—. Puedes dar gracias. —¿Por qué? —Porque nos estamos portando muy bien contigo. Si de mí dependiese… —¿Por qué no me has matado, entonces? —le espeté. Era una estupidez decirle algo así al dios de la guerra, pero tenerlo cerca me enfurecía y me volvía temerario. Ares asintió, como si por fin le hubiera dicho algo inteligente.