book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 88
Antes de que pudiera responder, un fogonazo repentino nos deslumbró desde la vieja carretera. Eran los
faros de un coche surgido de la nada. Casi tuve la esperanza de que fuese Apolo, dispuesto a echarnos
otra vez una mano, pero el motor era demasiado silencioso para ser el carro del sol y, además, era de
noche. Recogimos los sacos de dormir y nos apresuramos a apartarnos mientras una limusina de un
blanco inmaculado se detenía ante nosotros.
***
La puerta trasera se abrió justo a mi lado. Antes de que pudiera dar un paso atrás, sentí la punta de una
espada en la garganta.
Oí cómo Bianca y Zoë tensaban sus arcos. Mientras el dueño de la espada bajaba de la limusina,
retrocedí muy despacio. No tenía otro remedio: me presionaba con la punta aguzada justo debajo de la
barbilla.
Sonrió con crueldad.
—Ahora no eres tan rápido, ¿verdad, gamberro?
Era un tipo fornido con el pelo cortado al cepillo, con una cazadora de cuero negro de motorista,
téjanos negros, camiseta sin mangas y botas militares. Llevaba gafas de sol, pero yo sabía lo que
ocultaba tras ellas: unas cuencas vacías llenas de llamas.
—Ares —refunfuñé.
El dios de la guerra echó un vistazo a mis amigos.
—Descansen —dijo.
Chasqueó los dedos y sus armas cayeron al suelo.
—Esto es un encuentro amistoso. —Hincó un poco más la punta de la espada en mi garganta—. Me
encantaría llevarme tu cabeza de trofeo, desde luego, pero hay alguien que quiere verte. Y yo nunca
decapito a mis enemigos ante una dama.
—¿Qué dama? —preguntó Thalia.
Ares la miró.
—Vaya, vaya. Sabía que habías vuelto. —Bajó la espada y me dio un empujón—. Thalia, hija de Zeus
—murmuró—. No andas en buena compañía.
—¿Qué pretendes, Ares? —replicó ella—. ¿Quién está en el coche?
El dios sonrió, disfrutando de su protagonismo.
—Bueno, dudo que ella quiera veros a los demás. Sobre todo, a ésas. —Señaló con la barbilla a Zoë y
Bianca—. ¿Por qué no vais a comeros unos tacos mientras esperáis? Percy sólo tardará unos minutos.
—No vamos a dejarlo solo con vos, señor Ares —contestó Zoë.
—Además —acertó a decir Grover—, la taquería está cerrada.
Ares chasqueó los dedos de nuevo. La s luces del bar cobraron vida súbitamente. Saltaron los tablones
que cubrían la puerta y el cartel de «Cerrado» se dio la vuelta: ahora ponía «Abierto».
—¿Decías algo, niño cabra?
—Hacedle caso —dije a mis amigos—. Yo me las arreglo solo.
Intentaba parecer más seguro de lo que estaba. Aunque no creo que consiguiera engañar a Ares.
—Ya habéis oído al chico —dijo—. Es un tipo fuerte y lo tiene todo controlado.
Mis amigos se dirigieron a la taquería de mala gana. Ares me miró con odio; luego abrió la puerta de la
limusina como si fuese el chofer.
—Sube, gamberro —me ordenó—. Y cuida tus modales. Ella no es tan indulgente como yo con las
groserías.
***
Me quedé boquiabierto en cuanto la vi.
Olvidé mi nombre. Olvidé dónde me hallaba. Olvidé cómo se habla con frases normales.
Llevaba un vestido rojo de raso y el pelo rizado en una cascada de tirabuzones. Su cara era la más bella
que había visto jamás: un maquillaje perfecto, unos ojos deslumbrantes, una sonrisa capaz de iluminar
el lado oscuro de la luna.