book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 87
Parecía presa del pánico, como si acabara de bajar la pendiente más brutal de una montaña rusa.
Zoë frunció el entrecejo.
—¿Por qué?
Bianca tomó aliento, temblorosa.
—Cr… creo que pasamos una temporada allí. Nico y yo. Mientras viajábamos. Y luego… ya no
recuerdo…
A mí se me ocurrió una idea siniestra. Me acordé de lo que me había contado Bianca: que ella y Nico
habían pasado cierto tiempo en un hotel. Miré a Grover y tuve la impresión de que estábamos pensando
lo mismo.
—Bianca —le dije—, ese hotel donde estuvisteis… ¿no se llamaría Hotel Casino Loto?
Ella abrió unos ojos como platos.
—¿Cómo lo has sabido?
—Fantástico… —murmuré.
—A ver, un momento —intervino Thalia—. ¿Qué es el Casino Loto?
—Hace un par de años —le expliqué—, Grover, Annabeth y yo nos quedamos atrapados allí. Ese hotel
está diseñado para que nunca desees marcharte. Estuvimos alrededor de una hora, pero cuando salimos
habían pasado cinco días. El tiempo va más rápido fuera que dentro del hotel.
—Pero… no puede ser —terció Bianca.
—Tú me contaste que llegó alguien y os sacó de allí —recordé.
—Sí.
—¿Qué aspecto tenía? ¿Qué dijo?
—No… no lo recuerdo… No quiero seguir hablando de esto. Por favor.
Zoë se echó hacia delante, con el entrecejo fruncido.
—Dijiste que Washington estaba muy cambiado cuando fuiste el verano pasado. Que no recordabas que
hubiera metro allí.
—Sí, pero…
—Bianca —dijo Zoë—, ¿podrías decirme cuál es el nombre del presidente de Estados Unidos?
—No seas tonta —resopló ella, y pronunció el nombre correcto.
—¿Y el presidente anterior? —insistió Zoë.
Ella reflexionó un momento.
—Roosevelt.
Zoë tragó saliva.
—¿Theodore o Franklin?
—Franklin.
—Bianca —dijo Zoë—, el último presidente no fue Franklin Delano Roosevelt. Su presidencia terminó
hace casi setenta años, en mil novecientos cuarenta y cinco. Y la de Theodore, en mil novecientos
nueve.
—Imposible —se revolvió Bianca—. Yo… no soy tan vieja. —Se miró las manos como para
comprobar que no las tenía arrugadas.
Thalia la miró con tristeza. Ella sabía muy bien lo que era quedar sustraída al paso del tiempo
transitoriamente.
—No pasa n«da, Bianca —le dijo—. Lo importante es que tú y Nico os salvasteis. Conseguisteis
libraros de ese lugar.
—¿Pero cómo? —pregunté—. Nosotros pasamos allí sólo una hora y escapamos por los pelos. ¿Cómo
podrías escaparte después de tanto tiempo?
—Ya te lo conté. —Bianca parecía a punto de llorar—. Llegó un hombre y nos dijo que era hora de
marcharse. Y…
—Pero ¿quién era? ¿Y por qué fue a buscaros?