book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 75

—Haré lo que debo. —¿Incluso si eso significa matarlo? —Hazme un favor —dijo—. Sal de mi coche. Me sentí tan mal por ella que no discutí. Cuando me disponía a alejarme, bajó la ventanilla y me llamó: —Percy. Tenía los ojos enrojecidos, aunque no supe si de rabia o tristeza. —Annabeth también quería unirse a las cazadoras. Quizá deberías preguntarte por qué. Antes de que pudiera responder, subió el cristal de la ventanilla. *** Me senté al volante del Lamborghini de Grover. Él dormía en la parte de atrás. Había pasado un rato tratando de impresionar a Zoë y Bianca con su música de flauta, pero finalmente se había dado por vencido. Mientras miraba cómo se ponía el sol, pensé en Annabeth. Me daba miedo dormirme. Me inquietaba lo que pudiera soñar. —No tengas miedo de los sueños —dijo una voz a mi lado. Me volví. En cierto sentido, no me sorprendió encontrarme en el asiento del copiloto al vagabundo de las cocheras del ferrocarril. Llevaba unos téjanos tan gastados que casi parecían blancos. Tenía el abrigo desgarrado y el relleno se le salía por las costuras. Parecía algo así como un osito de peluche arrollado por un camión de mercancías. —Si no fuera por los sueños —dijo—, yo no sabría ni la mitad de las cosas que sé del futuro. Son mucho mejores que los periódicos del Olimpo. —Se aclaró la garganta y alzó las manos con aire teatral. Los sueños igual que un iPod, me dictan verdades al oído y me cuentan cosas guay. —¿Apolo? —deduje. Sólo él sería capaz de componer un haiku tan malo. El se llevó un dedo a los labios. —Estoy de incógnito. Llámame Fred. —¿Un dios llamado Fred? —Bueno… Zeus se empeña en respetar ciertas normas. Prohibido intervenir en una operación de búsqueda humana. Incluso si ocurre algo grave de verdad. Pero nadie se mete con mi hermanita, qué caramba. Nadie. —¿Puedes ayudarnos, entonces? —Chist. Ya lo he hecho. ¿No has mirado fuera? —El tren. ¿A qué velocidad vamos? Él ahogó una risita. —Bastante rápidos. Por desgracia, el tiempo se nos acaba. Casi se ha puesto el sol. Pero imagino que habremos recorrido al menos un buen trozo de América. —Pero ¿dónde está Artemisa? Su rostro se ensombreció. —Sé muchas cosas y veo muchas cosas. Pero eso no lo sé. Una nube me la oculta. No me gusta nada. —¿Y Annabeth? Frunció el entrecejo. —Ah, ¿te refieres a esa chica que perdiste? Humm. No sé. Hice un esfuerzo para no enfurecerme. Sabía que a los dioses les costaba tomarse en serio a los mortales, e incluso a los mestizos. Vivimos vidas muy cortas, comparados con ellos. —¿Y qué me dices del monstruo que Artemisa estaba buscando? —le pregunté—. ¿Sabes lo que es? —No. Pero hay alguien que tal vez lo sepa. Si aún no has encontrado a ese monstruo cuando llegues a San Francisco, busca a Nereo, el viejo caballero del mar. Tiene una larga memoria y un ojo muy penetrante. Posee el don del conocimiento, aunque a veces se ve oscurecido por mi Oráculo. —Pero si es tu Oráculo —protesté—. ¿No puedes decirnos lo que significa la profecía?