book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 69

El monstruo saltó. Una flecha silbó a su lado sin acertarle. Me dejé caer en lo alto de la pieza que había expuesta en la planta baja: una reproducción inmensa del globo terráqueo. Me deslicé por territorio ruso y, a la altura del ecuador, salté. El León de Nemea dio un rugido e intentó mantener el equilibrio sobre la nave espacial, pero pesaba demasiado. Uno de los cables se partió. Mientras la nave empezaba a balancearse como un péndulo, el león cayó de un salto sobre el Polo Norte. —¡Grover! —grité—. ¡Despeja la zona! Varios grupos de niños corrían dando gritos de pánico. Grover trató de reunirlos en un rincón, lejos del monstruo. El otro cable de la nave se partió entonces y ésta se desplomó al suelo con gran estruendo. Thalia saltó desde la barandilla de la segunda planta y cayó al otro lado del globo terráqueo. El león nos miró desde el Polo Norte, tratando de decidir a cuál de los dos destrozaba primero. Zoë y Bianca estaban arriba, con los arcos listos, pero tenían que moverse continuamente para buscar un buen ángulo. —¡No tenemos un disparo claro! —gritó Zoë—. ¡Hacedle abrir la boca otra vez! El león gruñó desde lo alto del globo terráqueo. Miré a ambos lados. Una alternativa. Necesitaba… ¡La tienda de regalos! Me había venido el recuerdo de mi visita al museo cuando era niño y de una cosa que le hice comprar a mi madre (aunque luego me arrepentí). Si todavía la vendieran… —Thalia —dije—, mantenlo distraído. Ella asintió. Lo apuntó con su lanza y un arco eléctrico azul salió disparado de la punta y fue a darle al león en la cola. —¡Grrrrr! El animal giró y saltó hacia ella. Thalia se hizo a un lado, sosteniendo la Égida para mantenerlo a raya, mientras yo corría hacia la tienda de regalos. —¡No es momento para souvenirs, chico! —gritó Zoë. Irrumpí en la tienda, derribando montones de camisetas y saltando por encima de mesas abarrotadas de planetas fosforescentes y cacharros espaciales. La dependienta no protestó. Estaba muy ocupada escondiéndose detrás de la caja. ¡Allí estaban! En la pared del fondo: aquellos relucientes paquetes plateados. Había estantes enteros con los tipos más variados. Recogí todos los que pude y salí corriendo. Zoë y Bianca seguían rociando al monstruo con una lluvia de flechas. Pero no servía de nada. El león se cuidaba mucho de no abrir la boca en exceso. Trataba de darle un mordisco a Thalia o de arañarla con sus garras, pero mantenía los ojos apenas entreabiertos para protegerse. Thalia lo hostigó con su lanza y retrocedió enseguida. El león la estaba arrinconando. —¡Percy —gritó—, si piensas hacer algo…! El monstruo dio un rugido y la barrió de un zarpazo inesperado como si fuese un muñeco, mandándola por los aires contra un cohete de la serie Titán. Thalia se dio un buen golpe en la cabeza y quedó atontada en el suelo. —¡Eh, tú! —le grité al león. Estaba demasiado lejos para alcanzarlo, de modo que me arriesgué y le arrojé mi espada como si fuera un puñal. Le rebotó en un flanco, pero al menos sirvió para captar su atención. Se volvió hacia mí gruñendo. Sólo había una manera de acercarse lo bastante. Me lancé al ataque y, cuando el animal se disponía a saltar, le embutí entre las fauces una bolsa de comida espacial: una buena ración de helado de fresa liofilizado, envuelto en celofán. El león abrió los ojos de par en par y empezó a sufrir arcadas, como un gato atragantado con una bola de pelo. No era de extrañar. A mí me había pasado lo mismo de niño, una vez que intenté tragarme aquella comida espacial. Una cosa sencillamente asquerosa.