book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 70

—¡Zoë, prepárate! —ordené. La gente gritaba a mis espaldas. Grover tocaba otra canción espantosa con sus flautas. Me aparté del león como pude. Ahora ya había logrado tragarse el paquete y me miraba con odio reconcentrado. —¡Hora del aperitivo! —chillé. Cometió el error de soltarme un rugido, así que le lancé otro bocado de fresa espacial al gaznate. Por suerte, aunque el béisbol no era precisamente mi debilidad, yo siempre había sido un lanzador bastante bueno. Antes de que el león dejara de sufrir arcadas, le colé otros dos sabores distintos de helado y una ración de espaguetis liofilizados. Los ojos se le salían de las órbitas. Abrió la boca del todo y se alzó sobre sus patas traseras, tratando de evitarme. —¡Ahora! —grité. De inmediato, las flechas cruzaron sus fauces: dos, cuatro, seis. La bestia se retorció enloquecida, dio una vuelta sobre sí misma, cayó hacia atrás y se quedó inmóvil. Las alarmas aullaban por doquier en el museo; la gente salía en manada por las puertas de emergencia y los guardias de seguridad corrían de un lado para otro, muertos de pánico, aunque sin entender qué sucedía. Grover se arrodilló junto a Thalia y la ayudó a levantarse. Parecía estar bien, sólo algo aturdida. Zoë y Bianca saltaron desde la galería y aterrizaron a mi lado. Zoë me observó con cautela. —Interesante… estrategia. —Bueno, ha funcionado. No me lo discutió. El león había empezado a derretirse, como sucede a veces con los monstruos muertos, hasta que finalmente no quedó nada en el suelo salvo su reluciente pelaje, reducido al tamaño de un león normal. —Agárrala —me dijo Zoë. Me quedé mirándola. —¿La piel del león? ¿No será una violación de los derechos de los animales o algo así? —Es un botín de guerra —contestó muy solemne? ??. Os lo habéis ganado con todo derecho. —Pero lo has matado tú. Ella meneó la cabeza, casi sonriendo. —Si la fiera ha caído, ha sido por vuestro sandwich espacial. A cada cual lo suyo, Percy Jackson. Quedaos con el pellejo. Lo recogí del suelo. Para mi sorpresa, era muy ligero. Suave y blando también. No parecía en absoluto capaz de detener una estocada. Mientras lo contemplaba, se fue transformando hasta convertirse en un abrigo largo marrón dorado. —No es que sea mi estilo exactamente —murmuré. —Tenemos que salir de aquí —terció Grover—. Los guardias de seguridad no van a seguir alelados toda la vida. Por primera vez reparé en el hecho asombroso de que los guardias no se nos hubieran echado encima para detenernos. Corrían en todas direcciones, salvo en la nuestra, como enloquecidos buscando alguna cosa. Algunos chocaban contra las paredes o entre ellos. —¿Tú los has dejado así? Asintió, algo avergonzado. —Una cancioncilla de confusión. Siempre funciona. Pero sólo unos minutos. —Los guardias de seguridad no son lo peor —dijo Zoë—. Mirad. A través de las puertas de cristal del museo, vimos a un grupo de hombres cruzando el césped de la entrada. Hombres grises con uniforme de camuflaje. Aún estaban demasiado lejos para verles los ojos, pero yo ya sentía sus miradas clavadas en mí.