book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 68
—Esa decisión no os corresponde a vos —replicó Zoë.
Thalia frunció el entrecejo.
—Tú no mandas aquí, Zoë. Y me da igual la edad que tengas. ¡Sigues siendo una mocosa engreída!
—Nunca has demostrado sensatez cuando se trata de chicos —refunfuñó Zoë—. ¡Nunca has sabido
prescindir de ellos!
Thalia parecía a punto de abofetearla. Y entonces nos quedamos todos helados: se oyó un rugido tan
atronador que pensé que había despegado uno de los cohetes.
Abajo, varias personas gritaban. Un niño pequeño chilló entusiasmado:
—¡Kitty!/.
Una cosa enorme saltó rampa arriba. Era del tamaño de un camión de mercancías, con uñas plateadas y
un resplandeciente pelaje dorado. Yo había visto una vez a ese monstruo. Dos años atrás, lo había
divisado brevemente desde un tren. Ahora, visto de cerca, parecía todavía más grande.
—El León de Nemea —dijo Thalia—. No os mováis.
El león rugió con tal fuerza que me puso los pelos de punta y casi me hizo la raya en medio. Sus
colmillos relucían como el acero inoxidable.
—Separaos cuando dé la señal —dijo Zoë—. Intentad distraerlo.
—¿Hasta cuándo? —preguntó Grover.
—Hasta que se me ocurra una manera de matarlo. ¡Ya!
Destapé a Contracorriente y rodé hacia la izquierda. Silbaron varias flechas y Grover se puso a gorjear
un agudo pío-pío con sus flautas. Zoë y Bianca treparon por la cápsula Apolo. Le disparaban flechas
incendiarias al monstruo, pero todas se partían contra su pelaje metálico sin hacerle nada. El león le
asestó un golpe a la cápsula, ladeándola, y las cazadoras salieron despedidas. Grover cambió de tercio y
se puso a tocar una melodía frenética. El león se volvió hacia él, pero Thalia se interpuso en su camino
con la Egida y la fiera retrocedió rugiendo.
—¡¡Grrrrrr!!
—¡Atrás! —gritó Thalia—. ¡Atrás!
El león gruñó y dio un zarpazo al aire, pero continuó reculando como si el escudo fuera un fuego
abrasador.
Por un momento creí que Thalia lo tenía controlado, pero entonces vi que el león se agazapaba con
todos los músculos en tensión. Yo había visto muchas peleas de gatos en los callejones que había cerca
de nuestro apartamento en Nueva York. Sabía que estaba a punto de saltar.
—¡¡Eeeh!! —grité con todas mi fuerzas.
No sé en qué estaría pensando, pero arremetí contra la bestia. Lo único que quería era alejarla de mis
amigos. Le di un mandoble en el flanco con mi espada, un golpe que debería haberlo hecho picadillo,
pero la hoja se estrelló contra su pelaje con un ruido metálico y sólo le arrancó un puñado de chispas.
El león me dio un zarpazo y me desgarró un buen trozo de abrigo. Retrocedí contra la barandilla y,
cuando cargó contra mí, no tuve más remedio que volverme y saltar.
Caí en el ala de un antiguo avión plateado, que se balanceó y no me lanzó por muy poco al suelo, tres
pisos más abajo.
Una flecha me pasó silbando junto a la cabeza. El león también saltó y aterrizó sobre el avión. Los
cables que lo sostenían empezaron a gemir.
La fiera se abalanzó sobre mí, así que sin pensarlo me dejé caer sobre la siguiente pieza: un extraño
artilugio espacial con aspas de helicóptero. Levanté la vista y vi al león rugiendo con las fauces
abiertas. Tenía la lengua y la garga nta rojas.
Ése es el blanco, pensé. Su pelaje era del todo invulnerable, pero si lograba herirle en la boca… El
único problema era que se movía demasiado deprisa. Entre sus garras y sus colmillos, no podría
acercarme lo bastante sin quedar cortadito en lonchas.
—¡Zoë! —grité—. ¡Apuntadle a la boca!