book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 65
—… pero bajo mi liderazgo, las fuerzas del señor Cronos se verán multiplicadas por cien. Seremos
incontenibles. Mira, ahí están mis máquinas más mortíferas.
La tierra sufrió una especie de erupción, e impulsivamente me eché atrás.
En cada punto donde habían plantado un diente surgía ahora una criatura de la tierra. La primera emitió
un sonido:
—¡Miau!
Era un gatito. Un cachorro anaranjado con rayas de tigre. Luego apareció otro, y otro, hasta una
docena, y todos se pusieron a jugar y revolcarse por la tierra.
Todo el mundo los miraba sin dar crédito. El General rugió:
—¿Qué es esto? ¿Gatitos de peluche? ¿De dónde has sacado esos dientes?
El guardia que los había traído se encogió de pánico.
—¡De la exposición, señor! Como usted me dijo. El tigre dientes-de-sable…
—¡No, idiota! ¡Te he dicho el tiranosaurio! Recoge esas… esas pequeñas bestias infernales y sácalas de
aquí. No vuelvas a presentarte ante mí nunca más.
El tipo estaba tan aterrorizado que se le cayó al suelo la regadera. Recogió los gatitos y salió corriendo.
—¡Tú! —El General señaló a otro guardia—. Tráeme los dientes que he pedido. ¡Ahora!
El tipo se apresuró a cumplir sus órdenes.
—Imbéciles —murmuró el General.
—Por eso yo no utilizo mortales —dijo Luke—. No son de fiar.
—Son débiles de carácter, fáciles de sobornar, violentos —corroboró el General—. Me encantan.
Un minuto después, el guardia regresó a toda prisa con las manos llenas de grandes y aguzados
colmillos.
—Magnífico —dijo el General. Se subió a la barandilla de la galería y desde allí saltó, elevándose seis
metros por los aires.
Al caer, el suelo de mármol se resquebrajó por el impacto. Hizo una mueca y se masajeó el cuello.
—¡Mis malditas cervicales!
—¿Una almohadilla caliente, señor? —le ofreció el guardia—. ¿Una tableta de paracetamol?
—¡No! Ya se me pasará. —Se sacudió su traje de seda y le arrebató los dientes al guardia—. Lo haré yo
mismo.
Sostuvo un diente y sonrió.
—Dientes de dinosaurio… ¡ja! Estos estúpidos mortales ni siquiera saben que tienen dientes de dragón
en su poder. Y no de cualquier dragón. ¡Estos dientes proceden de la antigua Síbaris en persona! Nos
vendrán de perlas.
Los plantó en la tierra. Una docena en total. Recogió la regadera y roció el suelo de líquido rojo. Luego
la dejó a un lado y abrió los brazos.
—¡Alzaos!
El suelo tembló. El esqueleto de una mano surgió disparado de la tierra y apretó el puño.
El General levantó la vista hacia la galería.
—Deprisa, ¿tenéis el rastro?
—Sssssí, señor —dijo una de las mujeres-serpiente, y sacó una faja de tela plateada, como la que
llevaban las cazadoras.
—Magnífico —dijo el General—. En cuanto mis guerreros huelan el rastro, perseguirán a su
propietaria sin descanso. Nada los detendrá: ningún arma conocida por los mestizos o las cazadoras.
Harán trizas a las cazadoras y sus aliados. ¡Pásamela!
En ese momento surgieron los esqueletos de la tierra. Eran doce, uno por cada diente plantado por el
General. No eran como los esqueletos de plástico de Halloween, ni como los que habrás visto en las
películas de serie B. A éstos les creció la carne hasta que se convirtieron en hombres. Hombres de piel
grisácea, con ojos amarillos y ropa moderna: camisetas grises sin mangas, pantalones de camuflaje,