book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 47
—«Uno se perderá en la tierra sin lluvia» —añadió Beckendorf—. En vuestro lugar, yo me mantendría
alejado del desierto.
Hubo un murmullo de aprobación.
—Y esto otro —terció Silena—: «A la maldición del titán uno resistirá.» ¿Qué podría significar?
Reparé en que Quirón y Zoë se miraban nerviosos. Fuese lo que fuese lo que pensaran, no lo contaron.
—«Uno perecerá por mano paterna» —dijo Grover sin parar de engullir nachos y pelotas de ping pong
—. ¿Cómo va a ser eso posible? ¿Qué padre sería capaz de tal cosa?
Se hizo un espeso silencio.
Miré a Thalia y me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo. Años atrás, a Quirón le habían hecho
una profecía sobre el próximo descendiente de los Tres Grandes —Zeus, Poseidón y Hades— que
cumpliera los dieciséis años. Según la profecía, ese joven tomaría una decisión que salvaría o destruiría
a los dioses para siempre. Por tal motivo, tras la Segunda Guerra Mundial los Tres Grandes habían
jurado no tener más hijos. Pero, aun así, Thalia y yo habíamos nacido y ahora nos acercábamos a los
dieciséis.
Recordé una conversación mantenida con Annabeth el año anterior. Yo le había preguntado por qué los
dioses no me mataban si representaba un peligro en potencia. «A algunos dioses les gustaría matarte —
me había contestado—. Pero temen ofender a Poseidón.»
¿Podía uno de los olímpicos volverse contra su hijo mestizo? ¿No sería la solución más fácil para ellos
permitir que muriera? Si había dos mestizos con motivos para preocuparse por ello, éramos Thalia y
yo. Me pregunté si, a fin de cuentas, no tendría que haberle enviado a Poseidón aquella corbata con
estampado de caracolas por el día del Padre.
—Habrá muertes —sentenció Quirón—. Eso lo sabemos.
—¡Fantástico! —exclamó Dioniso de repente. Todos lo miramos. Él levantó la vista de las páginas de
la Revista de Catadores con aire inocente—. Es que hay un nuevo lanzamiento de pinot noir. No me
hagáis caso.
—Percy tiene razón —prosiguió Silena Beauregard—. Deberían ir dos campistas.
—Ya veo —dijo Zoë con sarcasmo—. Y supongo que tú vas a ofrecerte voluntaria.
Silena se sonrojó.
—Yo con las cazadoras no voy a ninguna parte. ¡A mí no me mires!
—¿Una hija de Afrodita que no desea que la miren? —se mofó Zoë—. ¿Qué diría vuestra madre?
Suena hizo ademán de levantarse, pero los hermanos Stoll la hicieron sentarse de nuevo.
—Basta ya —dijo Beckendorf, que era muy corpulento y tenía una voz resonante. No hablaba mucho,
pero la gente tendía a escucharlo cuando lo hacía—. Empecemos por las cazadoras. ¿Quiénes seréis las
tres?
Zoë se puso en pie.
—Yo iré, por supuesto, y me llevaré a Febe. Es nuestra mejor rastreadora.
—¿Es esa chica grandota, la que disfruta dando porrazos en la cabeza? —preguntó Travis Stoll con
cautela.
Zoë asintió.
—¿La que me clavó dos flechas en el casco? —añadió Connor.
—Sí —replicó Zoë—. ¿Por qué?
—No, por nada —dijo Travis—. Es que tenemos una camiseta del almacén para ella. —Sacó una
camiseta plateada donde se leía: «Artemisa, diosa de la luna-Tour de Caza de otoño 2002», y a
continuación una larga lista de parques naturales—. Es un artículo de coleccionista. Le gustó mucho
cuando la vio. ¿Quieres dársela tú?
Yo s