book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 26
Thalia intentó protestar, pero Apolo no estaba dispuesto a aceptar un «no» por respuesta. El dios pulsó
un botón del salpicadero y en lo alto del parabrisas apareció un rótulo. Tuve que leerlo invertido (cosa
que, para un disléxico, tampoco es mucho más complicada que leer al derecho). Ponía: «Atención:
Conductor en prácticas.»
—¡Adelante! —le dijo Apolo—. ¡Seguro que eres una conductora nata!
***
He de reconocer que tenía celos. Yo me moría por empezar a conducir. Mi madre me había llevado a
Montauk un par de veces aquel otoño, cuando la carretera de la playa estaba vacía, y me había dejado
probar su Mazda. Vale, sí, aquello era un turismo japonés y esto, el carro del sol… Pero ¿había tanta
diferencia, a fin de cuentas?
—La velocidad y el calor van a la par —le explicó Apolo—. O sea, que empieza despacio y asegúrate
de que has alcanzado una buena altitud antes de pisar a fondo.
Thalia agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Daba la
impresión de que se iba a marear de un momento a otro.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Nada —dijo temblando—. N-no pasa nada.
Tiró del volante y el autobús dio una sacudida tan brusca que me fui hacia atrás y me estrellé contra
una cosa blanda.
—¡Uf! —exclamó Grover.
—Lo siento.
—Más despacio —le recomendó Apolo.
—Perdón —dijo Thalia—. ¡Lo tengo controlado!
Logré ponerme en pie. Por la ventana vi un círculo humeante de árboles en el claro desde el que
habíamos despegado.
—Thalia —le dije—, afloja un poco.
—Ya lo he entendido, Percy —me respondió con los dientes apretados. Pero ella seguía pisando a
fondo.
—Relájate.
—¡Estoy relajada! —Se la veía tan rígida como si se hubiese convertido otra vez en un trozo de
madera.
—Hemos de virar al sur para ir a Long Island —dijo Apolo—. Gira a la izquierda Thalia dio un
volantazo y me lanzó de nuevo en brazos de Grover, que soltó un gañido.
—La otra izquierda —sugirió Apolo.
Cometí el error de mirar de nuevo por la ventana. Ya habíamos alcanzado la altitud de un avión, e
incluso más porque el cielo empezaba a verse negro.
—Esto… —empezó Apolo. Me dio la impresión de que se esforzaba por parecer tranquilo—. No tan
arriba, cariño. En Cape Cod se están congelando.
Thalia accionó el volante. Tenía la cara blanca como el papel y la frente perlada de sudor. Algo le
sucedía, sin duda. Yo nunca la había visto así.
El autobús se lanzó en picado y alguien dio un grito. Quizá fui yo. Ahora bajábamos directos hacia el
Atlántico a unos mil kilómetros por hora, con el litoral de Nueva Inglaterra a mano derecha. Empezaba
a hacer calor en el autobús.
Apolo había salido despedido hasta el fondo, pero ya avanzaba de nuevo entre los asientos.
—¡Toma tú el volante! —le suplicó Grover.
—No os preocupéis —dijo Apolo, aunque él mismo parecía más que preocupado—. Sólo le falta
aprender a… ¡Uuaaaau!
Yo también vi lo que él veía. A nuestros pies había un pueblecito de Nueva Inglaterra cubierto de nieve.
Mejor dicho, había estado allí hasta hacía unos minutos, porque ahora la nieve se estaba fundiendo a
ojos vistas en los árboles, en los tejados y los prados. La torre de la iglesia, completamente blanca un