book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 18

—¿Llevas mucho tiempo jugando a este juego? —Sólo este año. Antes… —frunció el ceño. —¿Qué? —le pregunté. —Lo he olvidado. Es extraño. —parecía incómodo, pero no le duró mucho—. Oye, ¿me enseñas esa espada que has usado antes? Saqué a Contracorriente y le expliqué cómo pasaba de ser un bolígrafo a una espada cuando le quitabas el capuchón. —¡Qué pasada! ¿Nunca se le acaba la tinta? —Bueno, en realidad no lo utilizo para escribir. —¿De verdad eres hijo de Poseidón? —Pues sí. —Entonces sabrás hacer surf muy bien. Miré a Grover, que hacía esfuerzos por contener la risa. —¡Jo, Nico! —le dije—. Nunca lo he probado. Él siguió haciendo preguntas. ¿Me peleaba mucho con Thalia, dado que era hija de Zeus? (Ésa no la respondí.) Si la madre de Annabeth era Atenea, la diosa de la sabiduría, ¿cómo no se le había ocurrido nada mejor que tirarse por el acantilado? (Tuve que contenerme para no estrangularlo.) ¿Annabeth era mi novia? (A esas alturas ya estaba a punto de meterlo en un saco y arrojárselo a los lob os.) Supuse que iba a preguntarme cuántos puntos extra tenía, como si yo fuera un personaje de su juego, pero entonces se nos acercó Zoë Belladona. —Percy Jackson. Zoë tenía ojos de un tono castaño oscuro y una nariz algo respingona. Con su diadema de plata y su expresión altanera, parecía un miembro de la realeza y yo casi hube de reprimir el impulso de ponerme firmes y decir: «Sí, mi señora.» Ella me observó con desagrado, como si fuese una bolsa de ropa sucia que le habían mandado recoger. —Acompañadme —me dijo—. La señora Artemisa desea hablar con vos. *** Me guió hasta la última tienda, que no parecía diferente de las otras, y me hizo pasar. Bianca estaba sentada junto a la chica del pelo rojizo. A mí aún me costaba pensar en ella como en la diosa Artemisa. El interior de la tienda era cálido y confortable. El suelo estaba cubierto de alfombras de seda y almohadones. En el centro, un brasero dorado parecía arder solo, sin combustible ni humo. Detrás de la diosa, en un soporte de roble, reposaba su enorme arco de plata, que estaba trabajado de tal manera que recordaba los cuernos de una gacela. De las paredes colgaban pieles de animales como el oso negro, el tigre y otros que no supe identificar. Pensé que un activista de los derechos de los animales habría sufrido un ataque al ver todo aquello. Pero como Artemisa era la diosa de la caza, quizá tenía el poder de reemplazar a cada animal que abatía. Me pareció que había otra piel tendida a su lado y, de repente, advertí que era un animal vivo: un ciervo de pelaje reluciente y cuernos plateados, que apoyaba la cabeza confiadamente en su regazo. —Siéntate con nosotras, Percy Jackson —dijo la diosa. Me senté en el suelo frente a ella. La diosa me estudió con atención, cosa que a mí me incomodaba. Tenía una mirada viejísima para ser una chica tan joven. —¿Te sorprende mi edad? —me preguntó. —Eh… un poco. —Puedo aparecer como una mujer adulta, o como un fuego llameante, o como desee. Pero esta apariencia es la que prefiero. Viene a ser la edad de mis cazadoras y de todas las jóvenes doncellas que continúan bajo mi protección hasta que se echan a perder. —¿Cómo…? —Hasta que crecen. Hasta que enloquecen por los chicos, y se vuelven tontas e inseguras y se olvidan de sí mismas.