book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 17
—Estoy contigo —asentí—. No me fío…
—¿Así que estás conmigo? —se volvió hecha un basilisco—. ¿Y en qué estabas pensando en el
gimnasio? ¿Creías que ibas a poder tú solo con Espino? ¡Sabías muy bien que era un monstruo!
—Yo…
—Si hubiéramos permanecido juntos habríamos acabado con él sin que intervinieran las cazadoras. Y
Annabeth tal vez seguiría aquí. ¿No lo has pensado?
Apreté los dientes. Se me ocurrieron varias cosas que decirle, y quizá se las habría dicho si no hubiese
bajado entonces la vista y reparado en una cosa azul tirada en la nieve. La gorra de béisbol de los
Yankees. La gorra de Annabeth.
Thalia no dijo nada. Se secó una lágrima y se alejó sin más, dejándome solo con la gorra mojada y
pisoteada.
***
Las cazadoras montaron el campamento en unos minutos. Siete grandes tiendas, todas de seda plateada,
dispuestas en una medialuna alrededor de la hoguera. Una de las chicas sopló un silbato plateado. De
inmediato, del bosque surgieron unos lobos blancos que empezaron a rondar en círculo alrededor del
campamento, como un equipo de perros guardianes. Las cazadoras se movían entre ellos y les daban
golosinas sin ningún miedo, pero yo decidí no alejarme de las tiendas. Había halcones observándonos
desde los árboles con los ojos centelleantes por el resplandor de la hoguera, y yo tenía la sensación de
que también ellos estaban de guardia. Incluso el tiempo parecía doblegarse a la voluntad de la diosa. El
aire seguía frío, pero el viento se había calmado y ya no nevaba, con lo que resultaba casi agradable
permanecer junto al fuego.
Casi… salvo por el dolor del hombro y la culpa que me abrumaba. No podía creer que Annabeth
hubiese desaparecido. Y por muy enfadado que estuviera con Thalia, tenía la sensación de que era
cierto lo que me había dicho. Había sido por mi culpa.
¿Qué era lo que iba a contarme Annabeth en el gimnasio? «Algo muy grave», había dicho. Quizá nunca
llegaría a saberlo. Recordé cómo habíamos bailado juntos media canción y me sentí aún más
apesadumbrado.
Miré a Thalia, que se paseaba inquieta entre los lobos, en apariencia sin ningún temor. De pronto se
detuvo y se volvió hacia Westover Hall, que ahora, sumido en una completa oscuridad, asomaba sobre
la ladera que quedaba más allá del bosque. Me pregunté qué estaría pensando.
Siete años atrás, su padre la había convertido en un pino para impedir que muriese mientras hacía frente
a un ejército de monstruos en lo alto de la Colina Mestiza. Ella se había sacrificado para que sus
amigos Luke y Annabeth pudieran escapar. Ahora sólo habían pasado unos meses desde que había
recuperado su forma humana, y de vez en cuando se quedaba tan inmóvil que habrías jurado que seguía
siendo un árbol.
Al cabo de un rato, Grover y Nico regresaron de su paseo. Una de las cazadoras me trajo mi mochila y
Grover me ayudó a curarme el hombro.
—¡Lo tienes verde! —comentó Nico, entusiasmado.
—No te muevas —me ordenó Grover—. Toma, come un poco de ambrosía mientras te limpio la herida.
Empezó a curarme y yo hice una mueca de dolor, aunque la ambrosía ayudaba un montón. Sabía a
brownie casero; se te deshacía en la boca y te infundía una cálida sensación por todo el cuerpo. Entre
eso y el bálsamo mágico que usaba Grover, me sentí mucho mejor en un par de minutos.
Nico se puso a hurgar en su propia mochila, que por lo visto las cazadoras habían llenado con todas sus
cosas (aunque yo no tenía ni idea de cómo se habrían colado sin ser vistas en Westover Hall). Sacó un
montón de figuritas y las dejó sobre la nieve. Eran réplicas en miniatura de los dioses y los héroes
griegos, entre ellos Zeus con un rayo en la mano, Ares con su lanza, y Apolo con el carro del sol.
—Buena colección —le dije.
Nico sonrió de oreja a oreja.
—Casi los tengo todos, además de sus cromos holográficos. Sólo me faltan unos cuantos muy raros.