book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 16

—Porque ha desaparecido. ¿Acaso no lo percibes, hijo de Poseidón? Hay un fenómeno mágico en juego. No sé exactamente cómo o por qué, pero tu amiga se ha desvanecido. Yo seguía deseando saltar por el acantilado para buscarla, pero intuía que Artemisa tenía razón. Annabeth había desaparecido. Si hubiese estado allá abajo, en el mar, yo habría sido capaz de percibir su presencia. —¿Y el doctor Espino? —intervino Nico, levantando la mano—. Ha sido impresionante cómo lo habéis acribillado. ¿Está muerto? —Era una mantícora —dijo Artemisa—. Espero que haya quedado destruida por el momento. Pero los monstruos nunca mueren del todo. Se vuelven a formar una y otra vez, y hay que cazarlos siempre que reaparecen. —O ellos nos cazan a nosotros —observó Thalia. Bianca di Angelo se estremeció. —Lo cual explica… ¿Te acuerdas, Nico, de los tipos que intentaron atacarnos el verano pasado en un callejón de Washington? —Y aquel conductor de autobús —recordó Nico—. El de los cuernos de carnero. Te lo dije. Era real. —Por eso os ha estado vigilando Grover —les expliqué—. Para manteneros a salvo si resultabais ser mestizos. —¿Grover? —Bianca se quedó mirándolo—. ¿Tú eres un semidiós? —Un sátiro, en realidad. Se quitó los zapatos y le mostró sus pezuñas de cabra. Creí que Bianca se desmayaría allí mismo. —Grover, ponte los zapatos —dijo Thalia—. Estás asustándola. —¡Eh, que tengo las pezuñas limpias! —Bianca —tercié—, hemos venido a ayudaros. Tenéis que aprender a sobrevivir. El doctor Espino no va a ser el último monstruo con que os tropecéis. Tenéis que venir al campamento. —¿Qué campamento? —El Campamento Mestizo. El lugar donde los mestizos aprenden a sobrevivir. Podéis venir con nosotros y quedaros todo el año, si queréis. —¡Qué bien! ¡Vamos! —exclamó Nico. —Espera. —Bianca meneó la cabeza—. Yo no… —Hay otra opción —intervino Zoë. —No, no la hay —dijo Thalia. Las dos se miraron furibundas. Yo no sabía de qué hablaban, pero estaba claro que entre ellas había alguna cuenta pendiente. Por algún motivo, se odiaban de verdad. —Ya hemos abrumado bastante a estos críos —zanjó Artemisa—. Zoë, descansaremos aquí unas horas. Levantad las tiendas. Curad a los heridos. Recoged en la escuela las pertenencias de nuestros invitados. —Sí, mi señora. —Y tú, Bianca, acompáñame. Quiero hablar contigo. —¿Y yo? —preguntó Nic o. Artemisa lo examinó un instante. —Tú podrías enseñarle a Grover cómo se juega a ese juego de cromos que tanto te gusta. Grover se prestará con gusto a entretenerte un rato… como un favor especial hacia mí. Grover estuvo a punto de trastabillar. —¡Por supuesto! ¡Vamos, Nico! Los dos se alejaron hacia el bosque, hablando de energía vital, nivel de armadura y cosas así, típicas de chiflados informáticos. Artemisa echó a caminar por el borde del acantilado con Bianca, que parecía muy confusa. Las cazadoras empezaron a vaciar sus petates y montar el campamento. Zoë le lanzó una nueva mirada furibunda a Thalia y se fue a supervisarlo todo. En cuanto se hubo alejado, Thalia pateó el suelo con rabia. —¡Qué caraduras, estas cazadoras! Se creen que son tan… ¡Aggg!