book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 14
—¡No! —chilló Annabeth, y cargó contra el monstruo.
—¡Retrocede, mestiza! —gritó la chica de la diadema—. Apártate de la línea de fuego.
Ella no hizo caso. Saltó sobre el lomo de la bestia y hundió el cuchillo entre su melena de león. La
mantícora aulló y se revolvió en círculos, agitando la cola, mientras Annabeth se sujetaba como si en
ello le fuese la vida, como probablemente así era.
—¡Fuego! —ordenó Zoë.
—¡No! —grité.
Pero las cazadoras lanzaron sus flechas. La primera le atravesó el cuello al monstruo. Otra le dio en el
pecho. La mantícora dio un paso atrás y se tambaleó aullando.
—¡Esto no es el fin, cazadoras! ¡Lo pagaréis caro!
Y antes de que alguien pudiese reaccionar, el monstruo —con Annabeth todavía en su lomo— saltó por
el acantilado y se hundió en la oscuridad.
—¡Annabeth! —chillé.
Intenté correr tras ella, pero nuestros enemigos no habían terminado aún. Se oía un tableteo procedente
del helicóptero: ametralladoras.
La mayoría de las cazadoras se dispersaron rápidamente mientras la nieve se iba sembrando de
pequeños orificios. Pero la chica de pelo rojizo levantó la vista con mucha calma.
—A los mortales no les está permitido presenciar mi cacería —dijo.
Abrió bruscamente la mano y el helicóptero explotó y se hizo polvo. No, polvo no: el metal negro se
disolvió y se convirtió en una bandada de cuervos que se perdieron en la noche.
Las cazadoras se nos acercaron.
La que se llamaba Zoë se detuvo en seco al ver a Thalia.
—¡Tú! —exclamó con repugnancia.
—Zoë Belladona. —a Thalia la voz le temblaba de rabia—. Siempre en el momento más oportuno.
Zoë examinó a los demás.
—Cuatro mestizos y un sátiro, mi señora.
—Sí, ya lo veo —dijo la chica más joven, la del pelo castaño rojizo—. Unos cuantos campistas de
Quirón.
—¡Annabeth! —grité—. ¡Hemos de ir a salvarla!
La chica se volvió hacia mí.
—Lo siento, Percy Jackson. No podemos hacer nada por ella…
Traté de incorporarme, pero un par de cazadoras me mantenían sujeto en el suelo.
—… y tú no estás en condiciones de lanzarte por el acantilado.
—¡Déjame ir! —exigí—. ¿Quién te has creído que eres?
Zoë se adelantó como si fuese a abofetearme.
—No —la detuvo, cortante—. No es falta de respeto, Zoë. Sólo está muy alterado. No comprende. —y
me miró con unos ojos más fríos y brillantes que la luna en invierno—. Yo soy Artemisa —anunció—,
diosa de la caza.