book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 13
Por un instante creí que iba a traspasarlo de parte a parte. Pero entonces se oyó un estruendo y a nuestra
espalda surgió un gran resplandor. El helicóptero emergió de la niebla y se situó frente al acantilado.
Era un aparato militar negro y lustroso, con dispositivos laterales que parecían cohetes guiados por
láser. Sin duda tenían que ser mortales quienes lo manejaban, pero ¿qué estaba haciendo allí semejante
trasto? ¿Cómo era posible que unos mortales colaborasen con aquel monstruo? En todo caso, sus
reflectores cegaron a Thalia en el último segundo y la mantícora aprovechó para barrerla de un
coletazo. El escudo se le cayó a la nieve y la lanza voló hacia otro lado.
—¡No! —corrí en su ayuda y logré desviar una espina que le iba directa al pecho. Alcé mi escudo para
cubrirnos a los dos, pero sabía que no nos bastaría.
El doctor Espino se echó a reír.
—¿Os dais cuenta de que es inútil? Rendíos, héroes de pacotilla.
Estábamos atrapados entre un monstruo y un helicóptero de combate. No teníamos ninguna posibilidad.
Entonces oí un sonido nítido y penetrante: la llamada de un cuerno de caza que sonaba en el bosque.
***
La mantícora se quedó paralizada. Por un instante nadie movió una ceja. Sólo se oía el rumor de la
ventisca y el fragor del helicóptero.
—¡No! —dijo Espino—. No puede…
Se interrumpió de golpe cuando pasó por mi lado una ráfaga de luz. De su hombro brotó en el acto una
resplandeciente flecha de plata.
Espino retrocedió tambaleante, gimiendo de dolor.
—¡Malditos! —gritó. Y soltó una lluvia de espinas hacia el bosque del que había partido la flecha.
Pero, con la misma velocidad, surgieron de allí infinidad de flechas plateadas. Casi me dio la impresión
de que aquellas flechas interceptaban las espinas al vuelo y las partían en dos, aunque probablemente
mis ojos me engañaban. Nadie —ni siquiera los chicos de Apolo del campamento— era capaz de
disparar con tanta precisión.
La mantícora se arrancó la flecha del hombro con un aullido. Ahora respiraba pesadamente. Intenté
asestarle un mandoble, pero no estaba tan herida como parecía. Esquivó mi espada y le dio un coletazo
a mi escudo que me lanzó rodando por la nieve.
Entonces salieron del bosque los arqueros. Eran chicas: una docena, más o menos. La más joven
tendría diez años; la mayor, unos catorce, igual que yo. Iban vestidas con parkas plateadas y vaqueros,
y cada una tenía un arco en las manos. Avanzaron hacia la mantícora con expresión resuelta.
—¡Las cazadoras! —gritó Annabeth.
Thalia murmuró a mi lado:
—¡Vaya, hombre! ¡Estupendo!
No tuve tiempo de preguntarle por qué lo decía.
Una de las chicas mayores se aproximó con el arco tenso. Era alta y grácil, de piel cobriza. A diferencia
de las otras, llevaba una diadema en lo alto de su oscura cabellera, lo cual le daba todo el aspecto de
una princesa persa.
—¿Permiso para matar, mi señora?
No supe con quién hablaba, porque ella no quitaba los ojos de la mantícora.
El monstruo soltó un gemido.
—¡No es justo! ¡Es una interferencia directa! Va contra las Leyes Antiguas.
—No es cierto —terció otra chica, ésta algo más joven que yo; tendría doce o trece años. Llevaba el
pelo castaño rojizo recogido en una cola. Sus ojos, de un amarillo plateado como la luna, resultaban
asombrosos. Tenía una cara tan hermosa que dejaba sin aliento, pero su expresión era seria y
amenazadora—. La caza de todas las bestias salvajes entra en mis competencias. Y tú, repugnante
criatura, eres una bestia salvaje. —miró a la chica de la diadema—. Zoë, permiso concedido.
—Si no puedo llevármelos vivos —refunfuñó la mantícora—, ¡me los llevaré muertos!
Y se lanzó sobre Thalia y sobre mí, sabiendo que estábamos débiles y aturdidos.