book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 119
—Tú…
—Es una cazadora, señor —explicó Thalia—. Pero no estamos aquí por eso. Necesitamos…
—¿Viste los Sopwith Camel? —preguntó Chase con la voz temblorosa por la emoción—. ¿Cuántos
había? ¿En qué tipo de formación volaban?
—Señor —lo interrumpió Thalia—, Annabeth está en peligro.
El reaccionó y dejó el biplano.
—Claro —dijo—. Contádmelo todo.
No era fácil, pero lo intentamos. Entretanto, la luz de la tarde empezaba a decaer. Se nos acababa el
tiempo.
Cuando terminamos, el doctor Chase se desmoronó en su butaca de cuero y se llevó una mano a la
frente.
—Mi pobre y valiente Annabeth. Debemos darnos prisa.
—Señor, necesitamos un vehículo para llegar al monte Tamalpais —dijo Zoë—. De inmediato.
—Os llevaré en coche. Sería más rápido volar en mi Camel, pero sólo tiene dos plazas.
—Uau. ¿Tiene un biplano de verdad? —pregunté.
—En el aeródromo de Crissy Field —contestó Chase muy orgulloso—. Por eso tuve que mudarme
aquí. Mi patrocinador es un coleccionista privado y posee algunas de las mejores piezas de la Primera
Guerra Mundial que se han conservado. Él me dejó restaurar el Sopwith Camel…
—Señor —lo interrumpió Thalia—, con el coche bastará. Y quizá será mejor que vayamos sin usted. Es
demasiado peligroso.
El doctor arrugó el entrecejo, incómodo.
—Alto ahí, jovencita. Annabeth es mi hija. Con o sin peligro, yo… yo no puedo…
—¡Hora de merendar! —anunció la señora Chase, entrando con una bandeja llena de bocadillos de
mantequilla de cacahuete, galletas recién sacadas del horno, pastillas de chocolate y vasos de CocaCola. Thalia y yo engullimos unas cuantas galletas mientras Zoë explicaba:
—Yo sé conducir, señor. No soy tan joven como aparento. Y prometo no destrozarle el coche.
La anfitriona levantó las cejas.
—¿De qué va esto?
—Annabeth está en grave peligro —le explicó el doctor—. En el monte Tamalpais. Yo los llevaría,
pero… no es apto para mortales, al parecer. —Dio la impresión de que le costaba pronunciar esta
última parte.
Yo pensaba que la señora Chase se negaría. Vamos, ¿qué padres mortales permitirían que tres menores
se llevasen prestado su coche? Para mi sorpresa, ella asintió:
—Será mejor que se pongan en marcha, entonces.
—¡Bien! —El doctor se levantó de un salto y empezó a palparse los bolsillos—. Mis llaves…
Su mujer dio un suspiro.
—¡Por favor, Frederick! Serías capaz de perder hasta los sesos si no los llevases envueltos en esa gorra.
Las llaves están en el colgador de la entrada.
—Eso es —dijo él.
Zoë agarró un sandwich.
—Gracias a los dos. Ahora hemos de irnos.
Salimos del estudio y bajamos las escaleras corriendo, con los Chase detrás.
—Percy —me dijo la señora cuando ya nos íbamos—, dile a Annabeth… que aún tiene aquí un hogar,
¿de acuerdo? Recuérdaselo.
Eché un último vistazo al desbarajuste de la sala, donde los hermanastros de Annabeth seguían
discutiendo y tirando piezas de lego por todas partes. La casa entera seguía oliendo a galletas recién
hechas. No era un mal lugar para vivir, pensé.
—Se lo diré —prometí.