El valor de las verdades a medias
Que no lloren las campanas por aquel que no está, si no cantaron antes, que no plañen más.
Chico era el personaje del barrio donde nací. Todas las ciudades tienen a alguien por medio del cual nos fijamos en ellas como lo hacemos sobre las cosas excéntricas. Nosotros teníamos a un borracho. Había nacido como muchos en este país: tenía la marca de una vida fútil, anónima, desgraciada. No me refiero a aquel sentido filosófico de la“ nada” que puede encerrar los conceptos anteriores y que solemos utilizar los que nos cansamos de nuestra posibilidad de sentir asco; nuestras nadas abstraídas y moralmente forjadas. ¡ No! Aquel niño, al nacer, era poco más que una masa de carne bañado con las lágrimas de su madre que no paraba de llorar desde hacía nueve meses atrás; era tan deseado como un golpe. El vientre que lo había cargado era la reminiscencia de un cuerpo al que se le había impuesto ser fantasma, una aparición que se deslizaba, cada mañana, por las escaleras que conducían al segundo piso del edificio que empezó siendo una ruina y terminó como un monumento a la desagradable frialdad del concreto. Su padre lo era sólo un cuarto de la jornada; el resto del tiempo lo tenía consagrado a la inexistencia: una insinuación de ser humano, un boceto desechado por la mano de dios que se dedicaba por horas a desaparecer. Chico nunca tuvo la posibilidad de ser un cínico, por eso nadie le juzgó en el cementerio. El cinismo es para los que poseen un pasado del cual sentirse orgullosos o un presente del cual protestar cuando nos cansamos de estar bien acompañados. Nunca le escuchamos decir, por ejemplo, que“ un mundo perfecto sería aburrido”, que es el modo como otros afirmamos que“ todo tiempo pasado fue siempre mejor y el futuro— sobre todo si es ajeno— nos vale una mierda”. No, él nunca dijo nada; no se quejó de lo poco importante de la muerte de un triste. Nunca se defendió ni alzó la voz. Nunca imaginó una vida distinta ni deseó el pan del prójimo y ni siquiera el suyo propio. Tampoco pudo odiar a su padre o añorar una madre que le enseñara a sonreír. Su muerte, que había llamado a los teléfonos para avisarnos que el barrio se quedaba sin personaje, era una muerte a medias. Un cuerpo se había cansado de vivir, no soportó una molécula más de alcohol, ni otra bocanada del aire frío de las madrugadas, ni pudo sostener un gramo más de tierra pegado a la piel. Pero Chico, el que pasaba a saludar a mis padres, el que se tambaleaba, el que nos hacía reír por sus disparates … él no se había querido enterar de su propia muerte, de que habíamos organizado una procesión con café, pan dulce y una seguidilla de palabras forzadas para consolar a su madre durante el velatorio. No llegó a su funeral, nos dejó plantados. Nos sentimos
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“ Lo poco importante muerte de un triste: lec una vida absurda a tra dos artistas plástic
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