por: Inés Gutiérrez
de la tura de vés de o” ridículos de que su muerte no le importara ni a él. Pero ahí estábamos sus vecinos, fingiendo estar tristes por no verle nunca más, por su vida tan carente de sentido o por lo mucho que había sufrido el eterno niño borracho. Atrás de nuestra mirada dirigida al piso y los insoportables silencios, lo que escondíamos era vergüenza de nosotros mismos, acabábamos de descubrir las propias miserias que Chico cargó con su absurda presencia.
En el barrio nos quedamos sin aquél que nos hacía más fácil olvidarnos de nosotros mismos. En él creíamos ver el absoluto de todo lo que no éramos. Por eso nunca reparamos que lo surreal de una vida consagrada a desvanecerse, su fondo del mundo, que nos señalaba con gritos ahogados y unos pequeños dedos sucios, era también parte de nuestra surrealidad, de nuestro tocar fondo. Luego podíamos encerrarnos, con la tranquilidad de un actor de madera, en nuestra moral de mercado.
La mirada perdida e irritada por el alcohol de aquella nada que se arrastraba por el barrio era como las Monomanías de Géricault, el pintor francés del siglo XIX. Existe un estúpido envanecimiento moderno por nuestra capacidad de medirlo todo, de saberlo todo. En este sentido, estos retratos( las Monomanías) intentaban ser el reflejo de una naciente ciencia psiquiátrica que podía determinar distintas clases de psicopatía; es decir, por fin el hombre, por medio de la ciencia, se volvió capaz de separar lo normal de lo que no lo es; de encerrar a los locos para proteger a los cuerdos; de castigar a los irracionales para premiar a los hombres de razón. Pero estas pinturas, de las que se conservan cinco, logran, por su naturaleza, lo que no logró Chico sino con su muerte: mostrarnos que todo intento por determinar la realidad, por acabar con la historia, al final desnuda nuestros absurdos. Los locos retratados por Géricault señalan la negación de nuestros miedos, el oscuro mundo que nos contiene y que nos expone a la fragilidad de la existencia. La búsqueda por separarnos de lo que no queremos ser, el intento por escapar de lo que queda fuera de la categoría“ humano” para decir lo que“ sí es humano”, solo nos ubica, con violencia destructiva, tarde o temprano, ante el misterio del que huimos, que es el misterio de la vida, esto es, lo que se muestra siempre de manera nueva, lo inaprensible, lo que nos desborda y nos coloca ante la sublime tormenta de la vida. Negar una parte del ser es convocar la estupidez. Quizá sea esta la silenciosa advertencia de las Monomanías, porque no se puede escapar de lo que nos conforma ni querer dominarlo sin cercenar las miserias en un tributo sanguinario a las verdades a medias. No se dice, en esos rituales del concepto, lo suficiente de las realidades fácticas ni espirituales de lo humano. Pero si Géricault logra insinuar un mundo más profundo detrás de nuestra ética de la medida— quizá porque la obra de arte siempre escapa de su autor, quizá porque el mismo pintor es exquisitamente sensible en su expresión romántica— Jaroslaw Kukowski es insolentemente directo en la denuncia de la necedad moderna. Las series de su pintura llamadas Dreams, UnDreams y Fresco puedo definirlas, primeramente, como un devenir entre el hiperrealismo y el surrealismo, inseparable uno del otro. Los Sueños de Kukowski son los mismos de la modernidad: la idea de progreso, el cuerpo idealizado, la infancia perfecta, la negación de la tristeza; pero todos estos paisajes llevan consigo mismo la marca de su pesadilla, la que será explícita en la segunda serie( UnDreams). Jaroslaw retrata al ser humano esclavo de su idea, la que no necesariamente lo guía sino que lo oprime y lo niega. Los cuerpos maravillosos son inalcanzables, sirenas y ángeles tentadores, paisajes de precipicio. El mundo que refleja el pintor polaco es aquel que ha cambiado los ídolos de las creencias religiosas tradicionales, los rostros de madera con dolor de Viernes Santo, por otra contenida en los medios de comunicación. Las bocas de estos idólatras de la perfección son cambiadas por anos; los ángeles que evocan a cupido son desfiguraciones carnosas que contrastan con el querubín de piedra; el anhelo político moderno, el poder absoluto con rostro de democracia, del conocimiento del bien y del mal, es inalcanzable cuando se intenta alzar vuelo con un alar minúsculo; la felicidad es entendida como lucha de poder, la amistad como traición.
Finalmente los frescos son el desenlace: un mundo que contiene sueños rotos, porque la realidad concreta que así se encuentra intenta configurar la existencia en la compra-venta porque solo es aquello que se pueda pagar. En los frescos ya no hay ángeles impolutos, sino un bosque ignoto detrás del retrato de nuestra sabiduría resquebrajada.
La excusa de recordar a Chico la encuentro contenida en las obras plásticas que he referido. Aquel hombre era el signo de todo lo que ignoramos, adrede, de nosotros mismos, de la naturaleza de nuestras búsquedas y deseos. Chico es el rostro concreto de la nada que tornamos abstracta para olvidarnos de personas como él sin sentir males de conciencia, para olvidarnos de nosotros mismos cuando nos tornamos insoportablemente similares al borracho que poco importaba, la mirada inquisidora de una extravagancia existencial infelizmente siempre presente. ▪
Diego Vargas SJ
Autarquía 9