El aposento que emula a la perfección un ambiente beatífico, de pronto es intervenido por unos guardias que descienden de una camioneta de valores aparcada en la entrada principal del Banco. En un seguimiento reverente de las rúbricas protocolarias, aquellos custodios entronizan las formas consagradas— las pacas de billetes— contenidas en una bolsa de medianas dimensiones que apenas logra percibirse a la distancia, pero cuyo componente áureo reviste el lugar con una sacra liturgia. Este cuadro, lejos de hacer patente el deicidio nietzscheano, ese Dios ha muerto, lo contradice tajantemente y, en cambio, adquiere resonancia la afirmación de Giorgio Agamben:“ Dios no murió, se transformó en dinero”. Pero quizá no se trate de una mera alquimia, sino de la instauración de un Dios cuyo reinado, la economía de libre mercado, llega triunfante al“ fin de la historia” según Fukuyama. Es el Dios sediento de sacrificios de sangre; es un Dios que se alimenta de un pueblo inmolado por reformas estructurales, que despoja y devasta bienes naturales y espirituales de comunidades indígenas a causa de políticas económicas globales— por mencionar un par de casos. Es un Dios que exige un despiadado tributo quizá como ningún otro.
Foto por: José Antonio Lama. lo más discordante, quizá inimaginable para quien, como Leibniz, se atrevió a decir que este mundo es“ el mejor de los mundos posibles”. El paso de aquel hombre, más semejante a un bulto humanoide, hace que Rodríguez salga de su ensimismamiento por un instante; le interpela la presencia de un otro que irrumpe en su imaginario, ya aletargado a causa del monólogo interno que hasta entonces le ocupaba. Aquel hombre, producto de exclusiones estructurales y sociales, cuyos estigmas alcanzan a manifestarse en su caminar pausado, en su cuerpo encorvado y en su rostro opaco, dejan en Rodríguez la impronta de una descolocación, de una confrontación con otra realidad hasta ahora insospechada para él. El día sigue su curso. Rodríguez accede al interior del recinto bancario, de piso de mármol pulido, de cristales y persianas que atenúan una luminosidad celestial, de paredes blanquecinas que rebotan la frescura del aire acondicionado; ahí donde los cuerpos de quienes ingresan reconocen el paraíso, después de haber pasado por el purgatorio de un calor que los hostigó durante un rato que les pareció eterno. Las contadas personas que están delante de Rodríguez, a punto de lograr su turno en ventanilla, siguen perseverantes en una espera escatológica del“ ya pero todavía no”.
El turno de Rodríguez finalmente llega. La empleada que está al otro lado de la ventanilla revela un rostro kafkiano, cincelado por la rutina oficinesca, por empecinados procedimientos burocráticos y administrativos. No había pasado ni un minuto y a Rodríguez le rechazan los papeles que trae en el folder color paja, que, a esas alturas, parece un pedazo de pergamino antiguo. Refunfuñando sale del Banco y, dos cuadras adelante, se encuentra al menesteroso que había visto cruzar la calle. Ambos quedan frente a frente, el instante suficiente como para hacer de ese encuentro el acontecer de lo Otro. Ese momento en que las entrañas se remueven al ver un hombre desarropado por la injusticia social, política y económica; ese momento en que se experimenta la intemperie de una vida y dignidad arrebatadas por el holocausto exigido por el Dios-dinero. Pero este“ entrañamiento de lo extraño” tiene un efecto más: mueve a alzarse contra ese impostor absoluto, a ser irreverentes con ese Dios que niega la sacralidad de la persona humana y, definitivamente, a no pagarle más tributo y a negarse a aceptar que sea el que tenga la última palabra en la historia.
Rodríguez continuó su camino no sin antes sentir que algo había pasado con él a raíz de ese encuentro singular; se sentía distante de sí mismo, de aquello que apenas hace poco no sólo ocupaba su mente y quehacer, sino, además, su propia existencia. Quizá no lo sospecharía, pero por primera vez en su vida se abría la posibilidad de adquirir la carta de ciudadanía que en Juan 18, 36 se podría interpretar como el“ ateísmo de Dios”. ▪
Héctor Noel José Reyes
Autarquía 7