burlesca ironía de lo real,
y me vacía de madre, de padre, de hermanos,
transparenta mis ojos con el humano brillo de la soledad
que se alía con el llanto de tren, de calle, de autobús,
de campesino y crucifixión,
que me deja pobre
y hace ver que el poeta sólo tiene el verso donde recostar
su cabeza.
(Me aferraba a creer que la palabra es un
arma mortal cuando se usa en contra de uno mismo,
es decir,
cuando se amasa dentro de las entrañas,
cuando pasan horas de dulce fermentación
y luego se le impide alzar el vuelo,
apropiarse del apremiante cuerpo con el que pueda
mostrar las carnes desnudas y fundir los sudores
en la magnética brisa de la escucha.
Esa palabra se entierra en miserable venganza,
imprime las garras de moribundo felino y ruge
el desquicio injusto de su encierro.
Paradójicamente descubro,
en ese fuego que me subyuga y me contiene,
que algunas veces
silenciar la palabra que se amasa en las entrañas,
que p asa horas de dulce fermentación
y a la que luego se le impide alzar el vuelo,
puede ser un acto de amor,
de cruz y resurrección.)
Pero siento que nada de esto es el actuar de Dios,
sino simplemente su impotencia, su forma de bendecir el
caos,
caída abrupta a la hecatombe de nuestros años nuevos,
el modo de bendecir los encuentros fallidos
y la terca esperanza de despertar y continuar amando
mañana,
sin perder nunca el valor de mirar a través del cristal, que
en las pupilas,
se llama dolor. ▪
Diego Vargas SJ.
Autarquía
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