Dios
Estos pasos míos que llevo siempre conmigo
guardados en el resquicio de la lengua,
que elevo sobre el propio cielo,
completos, desgarrados, con sus huellas y olvidos,
algunas veces soportando el silencio de médula
y sus actos macrofágicos,
con sus horas cubiertas de polvo,
nubes y nubes de minutos y horas minúsculas,
—de angustias muertas, como dicen los relojeros,
de tiempos vivos, como dicen los crematorios—,
capas finas de rostros cantando al compás del encuentro
y el extravío.
Estos pasos míos preñados de sueños sin retorno y sin salida,
terribles actos de lo inconmensurable, indómita necesidad de llamarle
a lo ambiguo universo,
diciendo el cosmos como se dice “tengo miedo”,
“te amo mamá”,
“nos veremos cuando devuelvan mi cuerpo desaparecido”,
“lo mejor fue haberte conocido”,
“los policías mataron a papá”,
“Mozart era un genio”;
parir una luz que, al tiempo que ilumina, consume toda forma
en el fulgor de su rayo.
He partido en el tren con pecho de atardecer,
el mismo tren de ventanal, inalcanzable, infantil,
cruel,
realista absurdo, insolente maquinista navegador de
estrellas,
un pesimista que no olvida nunca su astrolabio
y acaricia el cielo cada noche
y le hace susurrar el camino
a casa.
Tengo junto a mí, hilando mis costillas,
la libertad de inviernos que me regalaran mis padres,
lluvia espesa como fango,
repentina,
que declarara por vez primera el anegado mundo de mis luchas,
pequeños piecitos húmedos, como ríos,
como gotas ataviadas de barco y continente,
mis manitas de tierra
y el ruego tierno de la sangre propia
que me besa la frente y no espera que vuelva.
Dios siempre planta lágrimas de melodía en parajes lejanos,
en el recuadro de negación de toda inmediatez,
en cuerpos de exilio y derrota,
y nos torna desconocidos o enemigos
cuando empezamos a mirar
juntos,
sin diferencia,
el paisaje de simientes que flota
en la ambigua danza del atardecer.
Voy perdiendo el cuerpo donde alguna vez hundí mis dedos
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Autarquía
y mis sueños de muerte perdonada a la altura del
amor,
la agitación donde alguna vez fue engendrada la alegría
y esta galaxia de átomos
en los regresos perennes que orlan de imposible las
malas memorias,
sembrado con fertilidad en tu boca,
en las palabras húmedas que corren desde tu vientre
y me tocan y saltan
con silvestre animalidad
entre la marabunta de cabellos.
Esparces, tú, como pajarillo anónimo,
mis debilidades de roble en viento,
irrumpiendo violentamente y desterrándome
en la mirada de paisajes germinados,
sin poder negar que en mi pecho la desnudez
—ese ámbito complejo en el que se desgasta la oleosa
llama de mis oraciones—
la has forjado clara, pura, vulnerable.
Permanezco, entonces, con esta palabra de víscera que se
niega a ser pronunciada,