logar, de fluir en nuestros pensamientos, uno tras otro, apa-
recen y se concatenan sin importar el tiempo despistado
que transita entre nosotros. Mi mamá siempre ha tenido a
la palabra como estandarte, ella es traductora. Interpreta el
sentido y la forma de una lengua a otra, infiere significados
ajenos y los deposita en nuevos contenedores lingüísticos
que adquieren vida propia para el lector, el otro extraño. Mi
papá es dibujante y fotógrafo, tiene un ojo afinado de artis-
ta, delinea con precisión los minuciosos detalles de los ob-
jetos para formar el contorno que pinta el sencillo lápiz en
un papel. En ambos es notorio y recurrente el detenimiento
en la palabra: mi mamá escucha, mi papá se entusiasma, mi
mamá vive el silencio, mi papá detona el diálogo incesante,
y ambos se esmeran en continuar, profundizar y saber.
Somos lenguaje, repite Del Paso. Me ha quedado claro que
en mi casa la pupila, la escritura y el detenimiento resiliente
y constante en las personas y sus historias provienen de an-
cestros cercanos. Mis abuelos fueron personas habituadas
a usar las manos, labrar la tierra, dominar la herramienta y
preparar el alimento. Ellos y ellas cultivaron la pasión por la
laboriosidad y la sagacidad de la espera y la pausa. Fue es-
pontáneo y constante su intento en vida por narrar historias.
Mi abuelo contaba relatos del pasado, mi abuelo escuchaba
el silencio en el futbol, mi abuela preguntaba y curioseaba
la vida de sus otros, mi abuela prepara el alimento que nutre
y congrega a la familia dispersa.
Es cierto que desde chico me gustaba la soledad, pero tam-
bién me entusiasmaba la compañía. Podía leer y leer, es-
tudiar y estudiar o, simplemente, conversar y profundizar
en las preguntas que no terminan por ser formuladas con
la amplitud y precisión necesaria. Durante la preparatoria
cuando descubrí que existía la literatura no lo podía creer,
era algo fascinante: contar historias, usar la imaginación,
leer, viajar a cualquier mundo posible y saborear las diver-
sas conmociones de la vida con la libertad que la soledad
acarrea. Nunca he sido bueno contando historias de viva
voz; tampoco expresando mis emociones espontáneamen-
te en público o con grupos. Necesito de la intimidad, de
la tertulia personal para desplegarme o del aula abarrotada
esperando a que diga algo.
Siento muchas cosas que no sé cómo expresar, las pala-
bras no me son suficientes; a veces soy tímido y en otras
ocasiones me electrifico y catapulto mis efervescencias y
y destellos anímicos hacia los otros. Soy como un peregri-
no melancólico en busca de la profundidad de las frases y
expresiones. Puede ser en el escrito, en la historia, en la
conversación de café por la tarde o en la bohemia taberna
durante la noche, pero, la verdad, es que siento que habi-
tualmente me falta expresar algo, acomodar lo que pienso,
deshacerme de los convencionalismos que me hacen titu-
bear y expresar lo que está sucediendo en esa charla conti-
nuada con los amores manifiestos y clandestinos con quie-
nes uno va compartiendo la vida.
Los amigos siempre han sido los maestros, los cómplices
y audaces compañeros de las narraciones que nos vamos
contando. La reunión, lo festivo, el encuentro estruendoso,
fugaz o habitual, que será recordado en innumerables oca-
siones, o como decía Octavio Paz en «la resurrección de
las presencias», en la memoria. Aunque, al final de todo,
después del filial y dionisíaco festejo, queda esa necesidad
acuciante de hablar, de insistir en lo que necesita ser dicho
y todavía es secreto. La escritura no tiene límites ni reglas,
no tiene tiempos ni formas: uno simplemente desata lo que
lo mueve y abre la llave para que fluyan las letras, como el
agua en un riachuelo que apenas nace de la tierra.
Mi estilo preferido es el ensayo porque es una prueba o un
intento, siempre aproximado, nunca terminado, sin punto
final. Escribir es como el teatro, pero sin libreto. Uno tie-
ne la oportunidad de emerger en un personaje y sentirlo
todo en un mismo momento, o de parpadear y aligerar la
presencia solitaria, pero siempre con otros, improvisando
y descubriendo lo que se quiere escribir en el recorrido
mismo. Uno no sabe qué saldrá del escrito hasta que las
frases se organizan y cobran vida propia.
A veces hay escritos buenos; otros son malos. Luis Vicen-
te comenta: «El trabajo (de escribir) es de domesticación
con uno mismo, no del poema». En ocasiones, emergen
escritos en segundos a partir de fisiones nucleares en el
interior, pero ayuda la distancia, el reposo del texto, para
darle forma y delinear con la delicada mirada del escritor
melancólico un texto que diga algo, que comunique lo que
necesita ser escrito y que insinúe la necesidad de intercam-
biar las mociones atemperadas por la vida.
Yo aprendí a escribir en la escuela. En realidad, casi todo
lo que he escrito es académico, la ciencia capturó y mol-
deó mi argumentación y mi estilo escriturístico. No fue
sino hasta hace poco tiempo que aprendí a detenerme en
el afecto y a darle forma intentando escapar de los rígidos
formatos escolarizados que entumecen al espíritu. Durante
estos años he empezado una enmienda que me liberalice
de los estragos academicistas y aterricen esta necesidad de
encontrar medios para transliterar el interior hacia al exte-
rior próximo. Por eso, al final de cuentas, intento escribir
no sólo en mis noches oscuras y ásperas, sino pruebo y
me esmero por teclear con diligencia durante los serenos
atardeceres que increpan a un caminante meditabundo. ▪
Mario Montemayor SJ
Autarquía
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