Podemos hablar de un ejemplo actual: la obra de Jill
Magid, The Proposal. Para esta pieza la artista nortea-
mericana exhumó de la rotonda de los hombres ilustres
525g de cenizas de Luis Barragán, las cuales fueron
utilizadas para fabricar un anillo de compromiso. Con
éste, Magid propondría a Federica Zanco, propietaria
del archivo de Barragán —ubicado en The Barragan
Foundation de Basilea, Suiza—, que abriera el archivo
al público y, de ser posible, lo trasladara de regreso a
México. Esta pieza forma parte de la actual exposición
Una carta siempre llega a su destino, en el MUAC.
En un reportaje para Proceso, el arquitecto Fernando G.
Gortázar describe la historia detrás de la pieza como “
[…] una de las historias más enfermizas, retorcidas, os-
curas y desagradables que yo conozca […]”. Al mismo
tiempo menciona que “si hay autoridades involucradas
en la profanación, deben dar la cara [...] y si hay respon-
sabilidades legales que fincar, que se hagan, incluyen-
do a Magid, quien está violando una de las tradiciones
mexicanas más arraigadas: el respeto a los difuntos.”
En cuanto al ámbito del arte contemporáneo, Cuauhté-
moc Medina calificó como “moralistas e inocentes” las
acusaciones y la polémica generadas. Gortázar, por su
parte, cuestionó el papel de las diferentes autoridades
al no defender “la norma” y no respetar la tradición
mexicana. En el otro extremo, Medina define la norma
a partir de lo que para él es una lógica de convivencia
social: “lo que no está prohibido, está permitido”. La
noción de lo cuerdo se determina a partir de pactos en-
tre los diferentes ámbitos sociales. El artista ha tomado
licencia para incidir y actuar dentro del mundo de los
cuerdos, pero desde la propia polaridad de la locura y
con sus propias reglas.
Aquí surge una serie de cuestionamientos acerca del
papel del artista y de su obra y sobre la recepción que
de ellos se tiene: ¿hasta qué punto la obra del artista
expande nuestros márgenes de la cordura y hasta qué
punto los reafirma? En el caso de la obra The Proposal,
¿la respuesta reprobatoria del público refuerza la tradi
ción mexicana de respeto a los muertos? O, como en el
caso de La fuente (Duchamp, 1917), donde el simple
hecho de realizar la obra y de su existencia, ¿ampl ía
eso nuestra idea de cómo se debe o no tratar a la muer-
te? ¿Es el artista el único capaz de ampliar las ideas de
cordura o es al único al que, socialmente, se le permite
hacerlo “en nombre del arte”?
En un tiempo de crisis como el actual, en el que las
instituciones que expresan la cordura, convenidas por
la mayoría, distan plenamente de cualquier represen-
tatividad operando más bien dentro del margen de la
locura, la claridad de los polos se vuelve difusa. ¿Desde
qué margen podemos juzgar una acción como cuerda o
delirante si la representación de “la mayoría” no es fiel?
¿Se está llegando a un relativismo absoluto? ¿Será que
el rol del artista es devolvernos la claridad sobre es-
tos polos, ya sea rompiendo con acciones concretas los
conceptos abstractos que construyen nuestra realidad
para así devolverles la forma? ¿O traspasando los lími-
tes de lo que consideraríamos posible, según nuestras
tradiciones y normas, para reabrir una conversación so-
bre los valores que teníamos olvidados?
Las respuestas no son claras. Por vocación, el arte y
el artista ejercen un papel de labradores dentro de las
nociones de cordura y de locura, las cuales se modifi-
can a lo largo del tiempo. Inciden, amplían, ajustan o
restringen los bordes de estas nociones. Los cuerdos,
por su parte, reaccionan a la obra pasiva o activamente,
reprobando o aplaudiendo las producciones artísticas.
Independientemente de la respuesta, el acto de realizar
la obra y de materializar un concepto incide en la rea-
lidad: traer materia nueva al campo de lo tangible lo
vuelve existente. Hasta qué punto la existencia de algo
lo posiciona inmediatamente en el polo de la cordura es
incierto. Habrá que ver si en un par de años celebramos
el día de muertos en joyerías.▪
Camila Burbuja
Autarquía
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