Nada, identidad
y amor.
He sido un viajante. Seis años hace que he
dejado aquello que suelen llamar Patria;
así, con mayúsculas, como hacen los poetas exiliados que no encuentran más vocablos para gritar su furia, pero que a menudo utilizan los idealistas de lo absurdo para
matar poetas. En lo personal, prefiero decir
que partí del terruño; por ejemplo, atrás
quedaron las montañas de nombre “Las
Tres Marías”, las que busco aún hoy para
ubicar correctamente la rosa de los vientos,
que con su abrazo milenario cierran el paso
por el norte herediano a los vientos furiosos del caribe, y que tanto amé recorrerlas
desde niño, hundirme hasta las rodillas en
sus eternos barrizales, empaparme de sus
olores húmedos a orquídea mientras veía
a mi silencioso padre marcar los árboles
para encontrar, al final del día, el camino
de regreso a casa. También permanece en
un rincón, bajo diez centímetros de recuerdos, el día en que los temporales dejaron
de hacer mella en mis juegos y supe, como
es capaz un niño de saber, que libertad no
es sino el nombre que damos a nuestras
correrías bajo aguaceros torrenciales. Presentes están las incontables ocasiones en
que caminé por la Avenida Central de San
José, por su mercado o la manera en como
aparece, irrepetible ensoñación, detrás del
viejo hotel capitalino —guardián del piano que ahoga el barullo de conversaciones
antiquísimas— el techo rojo como laurel
del Teatro Nacional. Y como ya esperaría
un lector, el beso amoroso de la existencia
permanece mirando nubes, robando risas,
en los jardines de la Universidad de Costa
Rica, en los instantes en que explorar unos
labios era supremamente más importante
que aprobar el examen de química.
He sido un viajante, versan mil rostros y
siete verdades a medias sobre mi corazón
que las constituciones encierran en fronteras; y acerca de ello puedo esgrimir varias
Foto por: Inés Gutiérrez
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Autarquía