ARDIENTE PACIENCIA - ANTONIO SKARMETA | Page 79

El cartero de Neruda dedos crispados la misma materia espesa que le rondaba por las venas y le llenaba la boca de saliva. Creyó ver que, desde el oleaje metálico que destrozaba el reflejo de las hélices de los helicópteros y expandía los peces argentinos en una polvareda destellante, se construía con agua una casa de lluvia, una húmeda madera intangible que era toda ella piel pero al mismo tiempo intimidad. Un secreto rumoroso se le revelaba ahora en el trepidante acezar de su sangre, esa negra agua que era germinación, que era la oscura artesanía de las raíces, su secreta orfebrería de noches frutales, la convicción definitiva de un magma al que todo pertenecía, aquello que todas las palabras buscaban, acechaban, rondaban sin nombrar, o nombraban callando (lo único cierto es que respiramos y dejamos de respirar, había dicho el joven poeta sureño despidiéndose de su mano con que había señalado un cesto de manzanas bajo el velador fúnebre): su casa frente al mar y la casa de agua que ahora levitaba tras esos vidrios que también eran agua, sus ojos que también eran la casa de las cosas, sus labios que eran la casa de las palabras y ya se dejaban mojar dichosamente por esa misma agua que un día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos, balaustradas y otros muertos, para encender la vida y la muerte del poeta como un secreto que ahora se le revelaba y que, con ese azar que tiene la belleza y la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas sangrantes le ponía un poema en los labios, que él ya no supo si dijo, pero que Mario sí oyó cuando el poeta abrió la ventana y el viento desguarneció las penumbras: Yo vuelvo al mar envuelto por el cielo, el silencio entre una y otra ola establece un suspenso peligroso: muere la vida, se aquieta la sangre hasta que rompe el nuevo movimiento y resuena la voz del infinito. Mario lo abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus pupilas alucinadas, le dijo: -No se muera, poeta. 79