El cartero de Neruda
dedos crispados la misma materia espesa que le rondaba por las venas y
le llenaba la boca de saliva. Creyó ver que, desde el oleaje metálico que
destrozaba el reflejo de las hélices de los helicópteros y expandía los
peces argentinos en una polvareda destellante, se construía con agua
una casa de lluvia, una húmeda madera intangible que era toda ella piel
pero al mismo tiempo intimidad. Un secreto rumoroso se le revelaba
ahora en el trepidante acezar de su sangre, esa negra agua que era germinación, que era la oscura artesanía de las raíces, su secreta orfebrería
de noches frutales, la convicción definitiva de un magma al que todo
pertenecía, aquello que todas las palabras buscaban, acechaban, rondaban sin nombrar, o nombraban callando (lo único cierto es que respiramos y dejamos de respirar, había dicho el joven poeta sureño despidiéndose de su mano con que había señalado un cesto de manzanas
bajo el velador fúnebre): su casa frente al mar y la casa de agua que
ahora levitaba tras esos vidrios que también eran agua, sus ojos que
también eran la casa de las cosas, sus labios que eran la casa de las palabras y ya se dejaban mojar dichosamente por esa misma agua que un
día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos, balaustradas
y otros muertos, para encender la vida y la muerte del poeta como un
secreto que ahora se le revelaba y que, con ese azar que tiene la belleza
y la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas sangrantes le ponía un poema en los labios, que él ya no supo si dijo, pero
que Mario sí oyó cuando el poeta abrió la ventana y el viento desguarneció las penumbras:
Yo vuelvo al mar envuelto por el cielo,
el silencio entre una y otra ola
establece un suspenso peligroso:
muere la vida, se aquieta la sangre
hasta que rompe el nuevo movimiento
y resuena la voz del infinito.
Mario lo abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus
pupilas alucinadas, le dijo:
-No se muera, poeta.
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