Antonio Skármeta
hasta los restos de botellas quebradas y los pulidos guijarros sobre la
playa.
Ya en el campanario, echó de menos una fuente de agua donde lavarse
los rasguños en las mejillas y sobre todo las manos, que soltaban de sus
surcos hilachas de sangre mezcladas con sudor.
Al asomarse a la terraza, vio a Matilde con los brazos cruzados sobre
el pecho, y la mirada enredada en el sonsonete del mar. La mujer desvió
la vista, cuando el cartero le hizo una señal, y éste, llevando un dedo a
los labios, le imploró silencio. Matilde vigiló que el trecho hasta la
habitación del poeta no cayera en el campo visual del guardia callejero,
y le dio el pase con un parpadeo que indicaba hacia el dormitorio.
Tuvo que mantener un instante la puerta entreabierta para distinguir
a Neruda en esa penumbra con olor a medicinas, ungüentos, a madera
húmeda. Pisó la alfombra hasta su cama, con la pulcritud del visitante
de un templo, e impresionado por la ardua respiración del poeta, por ese
aire que antes de fluir parecía herirle la garganta.
-Don Pablo -susurró bajo, cual si acomodara su volumen a la tenue luz
de la lámpara envuelta en una toalla azul. Ahora, le parecía que quien
había hablado era su sombra. La silueta de Neruda se encaramó trabajosa sobre el lecho, y los ojos deslucidos pesquizaron la penumbra.
-¿Mario?
-Sí, don Pablo.
El poeta extendió el fláccido brazo pero el cartero no notó su oferta en
ese juego de contornos sin volúmenes.
Acércate, muchacho.
Junto al lecho, el poeta le prendió la muñeca con una presión que a
Mario le impresionó como febril, e hizo que se sentara cerca de la
cabecera.
-Esta mañana, quise entrar pero no pude. La casa está rodeada de soldados. Sólo dejaron pasar al médico.
Una sonrisa sin fuerza abrió los labios del poeta.
-Yo ya no necesito médico, hijo. Sería mejor que me mandaran directamente al sepulturero.
-No hable así, poeta.
-Sepulturero es una buena profesión, Mario. Se aprende filosofía.
El muchacho pudo distinguir ahora una taza sobre el velador y conminado por un gesto de Neruda se la acercó a los labios.
-¿Cómo se siente, don Pablo?
-Moribundo. Aparte de eso, nada grave.
-¿Sabe lo que está pasando?
-Matilde trata de ocultármelo todo, pero yo tengo una minísima radio
japonesa debajo de la almohada. -Tragó una bocanada de aire, y en
seguida la expulsó temblando-. Hombre, con esta fiebre me siento como
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