ARDIENTE PACIENCIA - ANTONIO SKARMETA | Page 75

En las inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados había levantado una barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar sin ruido la luz de la sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa, más fastidiosa que mojadora. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre de la pequeña colina, la mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro de la situación: la calle del poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por tres reclutas cerca de la panadería. Quienes necesariamente debían cruzar ese tramo, eran palpados por los militares. Cada uno de los papeles de la billetera era leído con más ansias de mitigar el tedio de vigilar una caleta insignificante, que con minuciosidad antisubversiva; si el transeúnte cargaba una bolsa, se le conminaba sin violencia a mostrar uno a uno los productos: el detergente, el cartón de fideos, la lata de té, las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía pasar con un aburrido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario le pareció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los conscriptos sólo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos, cuando, cada cierto lapso, venía un teniente en bigotes y de amenazante vozarrón. Estuvo hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió cauteloso, y, sin tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de los caseríos anónimos, alcanzó la playa a la altura del muelle y, bordeando los acantilados, avanzó hasta la casa de Neruda descalzo por la arena. En una cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca de peligrosas aristas, y con la mayor prudencia que le permitían los frecuentes y rasantes helicópteros rastreando la orilla, extendi