En las inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados
había levantado una barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar
sin ruido la luz de la sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa,
más fastidiosa que mojadora. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre
de la pequeña colina, la mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro
de la situación: la calle del poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por
tres reclutas cerca de la panadería. Quienes necesariamente debían
cruzar ese tramo, eran palpados por los militares. Cada uno de los papeles de la billetera era leído con más ansias de mitigar el tedio de vigilar
una caleta insignificante, que con minuciosidad antisubversiva; si el
transeúnte cargaba una bolsa, se le conminaba sin violencia a mostrar
uno a uno los productos: el detergente, el cartón de fideos, la lata de té,
las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía pasar con un aburrido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario le pareció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los conscriptos sólo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos, cuando,
cada cierto lapso, venía un teniente en bigotes y de amenazante
vozarrón.
Estuvo hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió
cauteloso, y, sin tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de
los caseríos anónimos, alcanzó la playa a la altura del muelle y, bordeando los acantilados, avanzó hasta la casa de Neruda descalzo por la
arena.
En una cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca
de peligrosas aristas, y con la mayor prudencia que le permitían los frecuentes y rasantes helicópteros rastreando la orilla, extendi