ARDIENTE PACIENCIA - ANTONIO SKARMETA | Page 73

El cartero de Neruda -Voy a buscar la correspondencia del poeta -dijo. El telegrafista se le cruzó decidido y apretó sus manos sobre el volante del vehículo. -¿Quieres suicidarte? Los dos alzaron el rostro hacia el cielo encapotado, y vieron atravesar tres helicópteros en dirección al puerto. -Pásame las llaves, jefe -gritó Mario, sumando al estruendo de los helicópteros el motor de su Vespa. Don Cosme se las extendió, y luego retuvo el puño del muchacho: . -Y después tíralas al mar. Así, por lo menos jodemos un poco a estos cabrones. En San Antonio, las tropas habían ocupado los edificios públicos, y en cada balcón las metralletas se desplazaban avisoras con un movimiento pendular. Las calles estaban casi vacías y antes de llegar al correo pudo oír balazos hacia el norte. Al comienzo aislados y luego nutridos. En la puerta, un recluta fumaba curvado por el frío, y se puso alerta cuando Mario llegó a su lado tintineando las llaves. -¿Quién soy yo? -le dijo, sacándole el último humo al tabaco. -Trabajo aquí. -¿Qué hacís? -Cartero, pu’. -¡Vuélvete a la casa, mejor! -Primero tengo que sacar el reparto. -¡Chis! La gallá está a balazos en las calles y yo todavía aquí. -Es mi trabajo, pu’. -Sacai las cartas y te mandai a cambiar, ¿oíste? Fue hasta el clasificador y hurgueteó entre la correspondencia apartando cinco cartas para el vate. Después, vino hasta la máquina del télex y alzando la hoja que se derramaba cual alfombra por el piso distinguió casi veinte telegramas urgentes para el poeta. La arrancó de un tirón, la fue enrollando sobre el brazo izquierdo y la puso en la bolsa junto a las cartas. Los balazos recrudecieron ahora en dirección del puerto, y el joven revisó las paredes con la militante decoración de don Cosme: el retrato de Salvador Allende podía permanecer porque mientras no se cambiaran las leyes de Chile seguía siendo el presidente constitucional aunque estuviera muerto, pero la confusa barba de Marx y los ojos ígneos del Che Guevara fueron descolgados y hundidos en la bolsa. Antes de salir, emprendió una variante que hubiera regocijado a su jefe por mustio que estuviera: se puso el gorro oficial de cartero ocultando esa maraña turbulenta que ahora, frente al rigor del corte del soldado, le pareció definitivamente clandestina. -¿Todo en orden? -le preguntó el recluta al salir. -Todo en orden. 73