El cartero de Neruda
-Voy a buscar la correspondencia del poeta -dijo.
El telegrafista se le cruzó decidido y apretó sus manos sobre el volante
del vehículo.
-¿Quieres suicidarte?
Los dos alzaron el rostro hacia el cielo encapotado, y vieron atravesar
tres helicópteros en dirección al puerto.
-Pásame las llaves, jefe -gritó Mario, sumando al estruendo de los
helicópteros el motor de su Vespa.
Don Cosme se las extendió, y luego retuvo el puño del muchacho: .
-Y después tíralas al mar. Así, por lo menos jodemos un poco a estos
cabrones.
En San Antonio, las tropas habían ocupado los edificios públicos, y en
cada balcón las metralletas se desplazaban avisoras con un movimiento
pendular. Las calles estaban casi vacías y antes de llegar al correo pudo
oír balazos hacia el norte. Al comienzo aislados y luego nutridos. En la
puerta, un recluta fumaba curvado por el frío, y se puso alerta cuando
Mario llegó a su lado tintineando las llaves.
-¿Quién soy yo? -le dijo, sacándole el último humo al tabaco.
-Trabajo aquí.
-¿Qué hacís?
-Cartero, pu’.
-¡Vuélvete a la casa, mejor!
-Primero tengo que sacar el reparto.
-¡Chis! La gallá está a balazos en las calles y yo todavía aquí.
-Es mi trabajo, pu’.
-Sacai las cartas y te mandai a cambiar, ¿oíste?
Fue hasta el clasificador y hurgueteó entre la correspondencia
apartando cinco cartas para el vate. Después, vino hasta la máquina del
télex y alzando la hoja que se derramaba cual alfombra por el piso distinguió casi veinte telegramas urgentes para el poeta. La arrancó de un
tirón, la fue enrollando sobre el brazo izquierdo y la puso en la bolsa
junto a las cartas. Los balazos recrudecieron ahora en dirección del puerto, y el joven revisó las paredes con la militante decoración de don
Cosme: el retrato de Salvador Allende podía permanecer porque mientras
no se cambiaran las leyes de Chile seguía siendo el presidente constitucional aunque estuviera muerto, pero la confusa barba de Marx y los ojos
ígneos del Che Guevara fueron descolgados y hundidos en la bolsa. Antes
de salir, emprendió una variante que hubiera regocijado a su jefe por
mustio que estuviera: se puso el gorro oficial de cartero ocultando esa
maraña turbulenta que ahora, frente al rigor del corte del soldado, le
pareció definitivamente clandestina.
-¿Todo en orden? -le preguntó el recluta al salir.
-Todo en orden.
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