ARDIENTE PACIENCIA - ANTONIO SKARMETA | Page 65

El cartero de Neruda bailaría La vela (of course según dijo el oculista Radomiro Spotorno quien vino extra a isla Negra a curar el ojo de Pablo Neftalí, arteramente picoteado por la gallina castellana en los momentos en que el infante le escrutaba el culo para anunciar oportunamente el huevo), Poquita fe, por presión de la viuda, la cual se sentía más a tono con los temas calugas, y con el rubro zangoloteo de los inmortales Tiburón, tiburón, Cumbia de Macondo, Lo que pasa es que la banda está borracha y -menos por audaz cargosería del compañero Rodríguez que por distracción de Mario Jiménez- No me digas que merluza no, Maripusa. Junto al televisor, el cartero puso una bandera chilena, los libros Losada papel biblia abiertos en la página del autógrafo, un bolígrafo verde del poeta adquirido de manera innoble por Jiménez, por lo cual no se entra aquí en detalles, y la Sony que a modo de obertura o aperitivo -ya que Mario Jiménez no permitía consumir una aceituna ni untar la lengua en un vino, hasta que el discurso hubiera terminado- transmitía el hit parade de ruidos de isla Negra. Lo que era bulla, hambre, alboroto, ensayo, cesó mágicamente cuando a las 20 horas, en momentos en que el mar empujaba una deleitosa brisa sobre la hostería, el Canal Nacional trajo por satélite las palabras finales de agradecimiento del Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda. Hubo un segundo, un solo infinitísimo segundo, en que a Mario le pareció que el silencio envolvía al pueblo como cubriéndolo con un beso. Y cuando Neruda habló en la imagen nevada del televisor, se imaginó que sus palabras eran caballos celestes que galopaban hacia la casa del vate, para ir a acunarse en sus pesebreras. Niños ante el tablero de títeres, los asistentes al discurso crearon con el mero expediente de su aguda atención la presencia real de Neruda en la hostería. Sólo que, ahora, el vate vestía de frac y no con el poncho de sus escapadas al bar, aquel que usara cuando por primera vez sucumbió atónito ante la belleza de Beatriz González. Si Neruda hubiera podido ver a sus. parroquianos de isla Negra como ellos lo estaban viendo, habría advertido sus pestañas pétreas, como si el más leve movimiento del rostro pudiera ocasionar la pérdida de algunas de sus palabras. Si alguna vez la técnica japonesa extremara sus recursos y produjese la fusión de seres electrónicos con carnales, el leve pueblo de isla Negra podría decir que fue precursor del fenómeno. Lo haría sin jactancia, teñido en la misma larga dulzura con que sorbió el discurso de su vate: Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: "A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes". (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.) 65