El cartero de Neruda
bailaría La vela (of course según dijo el oculista Radomiro Spotorno quien
vino extra a isla Negra a curar el ojo de Pablo Neftalí, arteramente
picoteado por la gallina castellana en los momentos en que el infante le
escrutaba el culo para anunciar oportunamente el huevo), Poquita fe, por
presión de la viuda, la cual se sentía más a tono con los temas calugas,
y con el rubro zangoloteo de los inmortales Tiburón, tiburón, Cumbia de
Macondo, Lo que pasa es que la banda está borracha y -menos por audaz
cargosería del compañero Rodríguez que por distracción de Mario
Jiménez- No me digas que merluza no, Maripusa.
Junto al televisor, el cartero puso una bandera chilena, los libros
Losada papel biblia abiertos en la página del autógrafo, un bolígrafo
verde del poeta adquirido de manera innoble por Jiménez, por lo cual no
se entra aquí en detalles, y la Sony que a modo de obertura o aperitivo
-ya que Mario Jiménez no permitía consumir una aceituna ni untar la
lengua en un vino, hasta que el discurso hubiera terminado- transmitía
el hit parade de ruidos de isla Negra.
Lo que era bulla, hambre, alboroto, ensayo, cesó mágicamente cuando
a las 20 horas, en momentos en que el mar empujaba una deleitosa brisa
sobre la hostería, el Canal Nacional trajo por satélite las palabras finales
de agradecimiento del Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda. Hubo
un segundo, un solo infinitísimo segundo, en que a Mario le pareció que
el silencio envolvía al pueblo como cubriéndolo con un beso. Y cuando
Neruda habló en la imagen nevada del televisor, se imaginó que sus palabras eran caballos celestes que galopaban hacia la casa del vate, para
ir a acunarse en sus pesebreras.
Niños ante el tablero de títeres, los asistentes al discurso crearon con
el mero expediente de su aguda atención la presencia real de Neruda en
la hostería. Sólo que, ahora, el vate vestía de frac y no con el poncho de
sus escapadas al bar, aquel que usara cuando por primera vez sucumbió
atónito ante la belleza de Beatriz González. Si Neruda hubiera podido ver
a sus. parroquianos de isla Negra como ellos lo estaban viendo, habría
advertido sus pestañas pétreas, como si el más leve movimiento del rostro pudiera ocasionar la pérdida de algunas de sus palabras. Si alguna
vez la técnica japonesa extremara sus recursos y produjese la fusión de
seres electrónicos con carnales, el leve pueblo de isla Negra podría decir
que fue precursor del fenómeno. Lo haría sin jactancia, teñido en la
misma larga dulzura con que sorbió el discurso de su vate:
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más
atroz de los desesperados, escribió esta profecía: "A l’aurore, armés
d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes". (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.)
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