ARDIENTE PACIENCIA - ANTONIO SKARMETA | Page 57

El cartero de Neruda por la casette en el vientre de Beatriz González, las «contradicciones del proceso social y político», como decía enrulándose frenético los pelos del pecho el compañero Rodríguez, comenzaron a poner difíciles acentos en el escueto caserío. Al comienzo, no hubo carne de vacuno con que darle sustancia a las cazuelas. La viuda de González se vio obligada a improvisar la sopa sobre la base de verduras recogidas en los sembrados vecinos, que nucleaba alrededor de huesos con nostalgias de fibras de carne. Tras una semana de esta estratégica dosis, los pensionistas se declararon en comité, y en turbulenta sesión le plantearon a la viuda de González que, aunque les asistía la íntima convicción de que el desabastecimiento y el mercado negro eran producidos por la reacción conspiradora que pretendía derrocara Allende, hiciera ella el favor de no hacer pasar esa agua manil de verduras por la criolla «cazuela». A lo más, precisó el portavoz, se la aceptarían como minestrone; pero en dicho caso la señora Rosa ex de González debiera bajarse con un escudo en el precio del menú, qué menos. La viuda no tributó a estos plausibles argumentos una atención comedida. Refiriéndose al entusiasmo con que el proletariado había elegido a Allende, se lavó las manos respecto al problema del desabastecimiento, con un refrán que brotó de su sutil ingenio: «Cada chancho busca el afrecho que le gusta». Antes que enmendar rumbos, la viuda pareció hacerse eco de la consigna radial de cierta izquierda que con alegre irresponsabilidad proclamaba «avanzar sin transar», y siguió pasando aguitas perras por té, caldo de yema por consomé, minestrone por cazuela. Otros productos se agregaron a la lista de los ausentes: el aceite, el azúcar, el arroz, los detergentes, y hasta el afamado pisco de Elqui con que los humildes turistas entretenían sus noches de campamento. En ese abonado terreno, se hizo presente el diputado Labbé con su chirriante camioneta, y convocó a la población de la caleta a escuchar sus palabras. Con el pelo engominado a la Gardel, y una sonrisa semejante a la del general Perón, encontró una audiencia parcialmente sensible entre las mujeres de los pescadores y las esposas de los turistas, cuando acusó al gobierno de incapaz, de haber detenido la producción y de provocar el desabastecimiento más grande de la historia del mundo: los pobres soviéticos en la conflagración mundial no pasaban tanta hambre como el heroico pueblo chileno, los raquíticos niños de Etiopía eran donceles vigorosos en comparación con nuestros desnutridos hijos; sólo había una posibilidad de salvar a Chile de las garras definitivas y sanguinarias del marxismo: protestar con tal estruendo golpeando las cacerolas que «el tirano» -así designó al presidente Allende- ensordeciera, y paradojalmente, prestara oídos a las quejas de la población y renunciara. Entonces volvería Frei, o Alessandri, o el demócrata que ustedes 57