El cartero de Neruda
por la casette en el vientre de Beatriz González, las «contradicciones del
proceso social y político», como decía enrulándose frenético los pelos del
pecho el compañero Rodríguez, comenzaron a poner difíciles acentos en
el escueto caserío.
Al comienzo, no hubo carne de vacuno con que darle sustancia a las
cazuelas. La viuda de González se vio obligada a improvisar la sopa sobre
la base de verduras recogidas en los sembrados vecinos, que nucleaba
alrededor de huesos con nostalgias de fibras de carne. Tras una semana
de esta estratégica dosis, los pensionistas se declararon en comité, y en
turbulenta sesión le plantearon a la viuda de González que, aunque les
asistía la íntima convicción de que el desabastecimiento y el mercado
negro eran producidos por la reacción conspiradora que pretendía derrocara Allende, hiciera ella el favor de no hacer pasar esa agua manil de
verduras por la criolla «cazuela». A lo más, precisó el portavoz, se la aceptarían como minestrone; pero en dicho caso la señora Rosa ex de
González debiera bajarse con un escudo en el precio del menú, qué
menos. La viuda no tributó a estos plausibles argumentos una atención
comedida. Refiriéndose al entusiasmo con que el proletariado había
elegido a Allende, se lavó las manos respecto al problema del desabastecimiento, con un refrán que brotó de su sutil ingenio: «Cada chancho
busca el afrecho que le gusta».
Antes que enmendar rumbos, la viuda pareció hacerse eco de la
consigna radial de cierta izquierda que con alegre irresponsabilidad
proclamaba «avanzar sin transar», y siguió pasando aguitas perras por
té, caldo de yema por consomé, minestrone por cazuela. Otros productos
se agregaron a la lista de los ausentes: el aceite, el azúcar, el arroz, los
detergentes, y hasta el afamado pisco de Elqui con que los humildes turistas entretenían sus noches de campamento.
En ese abonado terreno, se hizo presente el diputado Labbé con su
chirriante camioneta, y convocó a la población de la caleta a escuchar
sus palabras. Con el pelo engominado a la Gardel, y una sonrisa semejante a la del general Perón, encontró una audiencia parcialmente sensible entre las mujeres de los pescadores y las esposas de los turistas,
cuando acusó al gobierno de incapaz, de haber detenido la producción y
de provocar el desabastecimiento más grande de la historia del mundo:
los pobres soviéticos en la conflagración mundial no pasaban tanta hambre como el heroico pueblo chileno, los raquíticos niños de Etiopía eran
donceles vigorosos en comparación con nuestros desnutridos hijos; sólo
había una posibilidad de salvar a Chile de las garras definitivas y sanguinarias del marxismo: protestar con tal estruendo golpeando las
cacerolas que «el tirano» -así designó al presidente Allende- ensordeciera,
y paradojalmente, prestara oídos a las quejas de la población y renunciara. Entonces volvería Frei, o Alessandri, o el demócrata que ustedes
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