Antonio Skármeta
pollo -farfulló el telegrafista.
Carraspeando, Mario se puso de pie y dijo:
-Señoras y señores, voy a abrir la carta.
Puesto que ya se había propuesto incluir ese sobre, donde su nombre
aparecía reciamente diagramado por la tinta verde del poeta en su colección de trofeos sobre la pared del dormitorio, lo fue rasgando con la
paciencia y la levedad de una hormiga. Con las manos temblorosas, puso
frente a sus ojos el contenido, y comenzó a silabearlo cuidando que no
se le saltara ni el más insignificante signo: -«Que-ri-do Ma-rio Ji-mé-nez
de pies a-la-dos.»
De un manotazo, la viuda le arrebató la carta y procedió a patinar
sobre las palabras sin pausa ni entonaciones:
Querido Mario Jiménez, de pies alados, recordada Beatriz González
de Jiménez, chispa e incendio de isla Negra, señora excelentísima Rosa
viuda de González, querido futuro heredero Pablo Neftalí Jiménez
González, delfín de isla Negra, eximio nadador en la tibia placenta de
tu madre, y cuando salgas al sol rey de las rocas, los volantines, y
campeón en ahuyentar gaviotas, queridos todos, queridísimos los cuatro.
No les he escrito antes como había prometido, porque no quería
mandarles sólo una tarjeta postal con las bailarinas de Degas. Sé que
ésta es la primera carta que recibes en tu vida, Mario, y por lo menos
tenía que venir dentro de un sobre; si no, no vale. Me da risa pensar
que esta carta te la tuviste que repartir tú mismo. Ya me contarás todo
lo de la isla, y me dirás a qué te dedicas ahora que la correspondencia
me llega a París. Es de esperar que no te hayan echado de correos y
telégrafos, por ausencia del poeta. ¿O acaso el presidente Allende te
ofreció algún ministerio?
Ser embajador en Francia es algo nuevo e incómodo para mí. Pero
entraña un desafío. En Chile, hemos hecho una revolución a la chilena muy admirada y discutida. El nombre de Chile se ha engrandecido
de forma extraordinaria. ¡Hmm!
-El ¡hmm! es mío -intercaló la viuda, sumergiéndose otra vez en la
carta.
Vivo con Matilde en un dormitorio tan grande que serviría para alojar a un guerrero con su caballo. Pero me siento muy, muy lejos de mis
días de alas azules en mi casa de isla Negra.
Los extraña y los abraza vuestro vecino y celestino, Pablo Neruda.
-Abramos el paquete -dijo doña Rosa tras cortar con el fatídico cuchillo cocinero las cuerdas que lo ataban. Mario tomó la carta, y se puso a
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