Antonio Skármeta
bigote. Pero los progresos en el pueblo, traían aparejados problemas. Un
día en que Mario preparaba una ensalada a la chilena digitando el puñal
en un tomate, como un bailarín de la oda de Neruda («debemos por desgracia asesinarlo, hundir el cuchillo en su pulpa viviente»), observó que
la mirada del compañero Rodríguez se había prendido del culo de
Beatriz, de vuelta al bar tras haber puesto el vino en su mesa. Y un minuto después, al abrir ella los labios para sonreírle, cuando el cliente le
pidió «esa ensalada a la chilena», Mario saltó por encima del mesón
cuchillo en ristre, lo elevó entre ambas manos por encima de la cabeza
como había visto en los westerns japoneses, se puso junto a la mesa de
Rodríguez, y lo bajó tan feroz y vertical que quedó vibrando ensartado
unos cuatro centímetros en la cubierta. El compañero Rodríguez, acostumbrado a precisiones geométricas y a mediciones geológicas, no tuvo
dudas que el mesonero poeta había hecho el numerito a modo de parábola. Si este cuchillo penetrara así en la carne de un cristiano, meditó
melancólico, se podría hacer un gulasch con su hígado. Solemne, pidió
la cuenta, y se abstuvo de incurrir en la hostería por tiempo indefinido e
infinito. Adiestrado a su vez en el refranero de doña Rosa, que siempre
procuraba matar dos pájaros de un tiro, Mario le sugirió a Beatriz con
un gesto, que constatara cómo el torvo cuchillo seguía rajando la noble
madera de raulí, aún cuando el incidente había tenido lugar hacía ya un
minuto.
-Caché -dijo ella.
Las ganancias del nuevo oficio permitieron que doña Rosa hiciera
algunas inversiones que funcionaran cual cebo para amarrar nuevos
clientes. La primera, fue adquirir un televisor pagadero en incómodas
cuotas mensuales, que atrajo al bar un contingente inexplotado: las
mujeres de los obreros del camping, quienes dejaban marcharse a las
carpas a sus hombres para que descabezaran una siesta arrullada por
las opíparas raciones del almuerzo convenientemente aliviadas por un
tinto cabezón, y que consumían interminables aguitas de menta, tecitos
de boldo, o aguitas perras, mientras glotonamente devoraban las imágenes de la teleserie mexicana Simplemente María. Cuando después de
cada episodio surgía en la pantalla un iluminado militante del marxismo
en la sección cultural denunciando el imperialismo cultural y las ideas
reaccionarias que los melodramas inculcaban en «nuestro pueblo», las
mujeres apagaban el televisor y se ponían a tejer o echaban una mano
de dominó.
Aunque Mario siempre pensó que su suegra era tacaña -«usted parece
que tuviera pirañas en la cartera, señora»- lo cierto es que al cabo de un
año de rasmillar zanahorias, llorar cebollas y descuerar jureles había
juntado suficiente plata como para empezar a soñar en hacer su sueño
realidad: comprarse un pasaje aéreo y visitar a Neruda en París.
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