Antonio Skármeta
un recio lagrimón evocando a su difunta esposa que «desde el cielo mira
este día de dicha de Marito» y trajo a la pista de baile a doña Rosa, la cual
se abstuvo de frases históricas mientras giraba en los brazos de ese hombre «pobre, pero honrado».
Los esfuerzos del cartero tendientes a conseguir que Neruda danzara
una vez más Wait a minute, Mr. Postman por los Beatles, fracasaron. El
poeta ya se sentía en misión oficial y no incurrió en deslices que pudieran alentar a la prensa de la oposición, que, a tres meses de gobierno de
Allende, ya hablaban de un estrepitoso fracaso.
El telegrafista no sólo declaró la semana entrante feriado para su súbdito Mario Jiménez, sino que además lo liberó de asistir a las reuniones
políticas donde se organizaba a las bases para movilizar las iniciativas
del gobierno popular. «No se puede tener al mismo tiempo el pájaro en la
jaula y la cabeza en la patria», proclamó con inhabitual riqueza metafórica.
Las escenas vividas en el rústico lecho de Beatriz durante los meses
siguientes hicieron sentir a Mario que todo lo gozado hasta entonces era
una pálida sinopsis del film, que ahora se ofrecía en la pantalla oficial en
Cinerama y technicolor. La piel de la muchacha nunca se agotaba y cada
tramo, cada poro, cada pliegue, cada vello, incluso cada rulo de su pubis,
le parecía un nuevo sabor.
Al cuarto mes de estas deliciosas prácticas, Rosa viuda de González
irrumpió una mañana en la habitación del matrimonio, tras haber
aguardado con discreción el último gorjeo del orgasmo de su niña, y,
sacudiendo las sábanas sin preámbulos, tiró al suelo los eróticos cuerpos que la cubrían. Dijo sólo una frase, que Mario oyó con terror tapándose lo que le colgaba entre las piernas.
-Cuando consentí que se casara con mi hija, supuse que ingresaba en
la familia un yerno y no un cafiche.
El joven Jiménez la vio abandonar la pieza con un portazo memorable.
Al buscar una mirada solidaria de Beatriz que apoyara su expresión
ofendida, no encontró otra respuesta que un mohín severo de ella.
-Mi mamá tiene razón -dijo, con un tono que por primera vez le hizo
sentir al muchacho que en sus venas corría la misma sangre de la viuda.
-¡Qué quieres que haga! -gritó con volumen suficiente, como para que
toda la caleta se enterara-. Si el poeta está en París, no tengo a quién
chucha repartirle cartas.
-Búscate un trabajo -le ladró su tierna novia.
-Yo no me casé para que me dijeran las mismas huevadas que me
decía mi papá.
Por segunda vez la puerta fue amenizada con un golpe, que desprendió
de la pared la carátula del disco de los Beatles obsequiada por el poeta.
Pedaleó furioso su bicicleta hasta San Antonio, consumió una comedia
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