Antonio Skármeta
lo. Era el tiempo de la cosecha, el amor había madurado espeso y duro
en su esqueleto, las palabras volvían a sus raíces. Este momento, se dijo,
éste, este momento, este este este este este momento, este este este
momento, éste. Cerró los ojos cuando ella retiraba el huevo con su boca.
A oscuras la cubrió por la espalda mientras en su mente una explosión
de peces destellantes brotaban en un océano calmo. Una luna inconmensurable lo bañaba, y tuvo la certeza de comprender, con su saliva
sobre esa nuca, lo que era el infinito. Llegó al otro flanco de su amada, y
una vez más prendió el huevo entre los dientes. Y ahora, como si ambos
estuvieran danzando al compás de una música secreta, ella entreabrió el
escote de su blusa y Mario hizo resbalar el huevo entre sus tetas. Beatriz
desprendió su cinturón, levantó la asfixiante prenda, y el huevo fue a
reventar al suelo, cuando la chica tiró de la blusa sobre su cabeza y
expuso el dorso dorado por la lámpara de petróleo. Mario le bajó la trabajosa minifalda y cuando la fragante vegetación de su chucha halagó su
acechante nariz, no tuvo otra inspiración que untarla con la punta de su
lengua. En ese preciso instante, Beatriz emitió un grito nutrido de jadeo,
de sollozo, de derroche, de garganta, de música, de fiebre, que se prolongó unos segundos, en que su cuerpo entero tembló hasta
desvanecerse. Se dejó resbalar hasta la madera del piso, y después de
colocarle un sigiloso dedo sobre el labio que la había lamido, lo trajo
húmedo hasta la rústica tela del pantalón del muchacho, y palpando el
grosor de su pico, le dijo con voz ronca:
-Me hiciste acabar, tonto.
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