El cartero de Neruda
bolito. Como concertados con su recuerdo, la muchacha alzó el oval y
frágil huevo, y tras cerrar con el pie la puerta, lo puso cerca de sus
labios. Bajándolo un poco hacia sus senos lo deslizó siguiendo el palpitante bulto con los dedos danzarines, lo resbaló sobre su terso estómago, lo trajo hasta el vientre, lo escurrió sobre su sexo, lo ocultó en medio
del triángulo de sus piernas, entibiándolo instantáneamente, y entonces
clavó una mirada caliente en los ojos de Mario. Éste hizo ademán de levantarse, pero la muchacha lo contuvo con un gesto. Puso el huevo sobre
la frente, lo pasó sobre su cobriza superficie, lo montó sobre el tabique
de la nariz y al alcanzar los labios se lo metió en la boca afirmándolo
entre los dientes.
Mario supo en ese mismo instante, que la erección con tanta fidelidad
sostenida durante meses era una pequeña colina en comparación con la
cordillera que emergía desde su pubis, con el volcán de nada metafórica
lava que comenzaba a desenfrenar su sangre, a turbarle la mirada, y a
transformar hasta su saliva en una especie de esperma. Beatriz le indicó
que se arrodillara. Aunque el suelo era de tosca madera, le pareció una
principesca alfombra, cuando la chica casi levitó hacia él y se puso a su
lado.
Un ademán de sus manos le ilustró que tenía que poner las suyas en
canastilla. Si alguna vez obedecer le había resultado intragable, ahora
sólo anhelaba la esclavitud. La muchacha se combó hacia atrás y el
huevo, cual un ínfimo equilibrista, recorrió cada centímetro de la tela de
su blusa y falda hasta irse a apañar en las palmas de Mario. Levantó la
vista hacia Beatriz y vio su lengua hecha una llamarada entre los
dientes, sus ojos turbiamente decididos, las cejas en acecho esperando
la iniciativa del muchacho. Mario levantó delicadamente un tramo el
huevo, cual si estuviera a punto de empollar. Lo puso sobre el vientre de
la muchacha y con una sonrisa de prestidigitador lo hizo patinar sobre
sus ancas, marcó con él perezosamente la línea del culo, lo digitó hasta
el costado derecho, en tanto Beatriz, con la boca entreabierta, seguía con
el vientre y las caderas sus pulsaciones. Cuando el huevo hubo completado su órbita el joven lo retornó por el arco del vientre, lo encorvó sobre
la abertura de los senos, y alzándose junto con él, lo hizo recalar en el
cuello. Beatriz bajó la barbilla y lo retuvo allí con una sonrisa que era
más una orden que una cordialidad. Entonces Mario avanzó con su boca
hasta el huevo, lo prendió entre los dientes, y apartándose, esperó que
ella viniera a rescatarlo de sus labios con su propia boca. Al sentir por
encima de la cáscara rozar la carne de ella, su boca dejó que la delicia lo
desbordara. El primer tramo de su piel que untaba, que ungía, era aquel
que en sus sueños ella cedía como el último bastión de un acoso que
contemplaba lamer cada uno de sus poros, el más tenue pelillo de sus
brazos, la sedosa caída de sus párpados, el vertiginoso declive de su cuel45