La noche del cuatro de septiembre, una noticia mareadora giró por el
mundo: Salvador Allende había ganado las elecciones en Chile, como el
primer marxista votado democráticamente.
La hostería de doña Rosa se vio en pocos minutos desbordada por
pescadores, turistas primaverales, colegiales con licencia para hacer la
cimarra al día siguiente y por el poeta Pablo Neruda, quien, con estrategia de estadista, abandonó su refugio sorteando los telefonazos de larga
distancia de las agencias internacionales que querían entrevistarlo. El
augurio de días mejores hizo que el dinero de los clientes fuera administrado con ligereza, y Rosa no tuvo más remedio que librar del cautiverio a Beatriz, para que la asistiera en la celebración.
Mario Jiménez se mantuvo a imprudente distancia. Cuando el
telegrafista desmontó de su impreciso Ford 40 uniéndose a la fiesta, el
cartero lo asaltó con una misión que la euforia política de su jefe recibió
con benevolencia. Se trataba de un pequeño acto de celestinaje consistente en susurrarle a Beatriz, cuando las circunstancias lo permitieran,
que él la esperaba en el cercano galpón donde se guardaban los aparejos de pesca.
El momento crucial se produjo cuando sorpresivamente el diputado
Labbé hizo su entrada al local, con un terno blanco como su sonrisa, y,
avanzando en medio de las pullas de los pescadores que le chistaban
«sácate la cola» hasta el mesón donde Neruda aligeraba unas copas, le
dijo con un gesto versallesco:
-Don Pablo, las reglas de la democracia son así. Hay que saber perder.
Los vencidos saludan a los vencedores.
-Salud entonces, diputado -replicó Neruda, ofreciéndole un vino y levantando su propio vaso para chocarlo con el de Labbé. La concurrencia
aplaudió, los pescadores gritaron «Viva Allende», luego «Viva Neruda», y
el telegrafista administró con sigilo el mensaje de Mario, casi untando
con sus labios el sensual