El cartero de Neruda
de aquí me saca. Usted me regaló sus libros, me enseñó a usar la lengua
para algo más que pegar estampillas. Usted tiene la culpa de que yo me
haya enamorado.
-¡No, señor! Una cosa es que yo te haya regalado un par de mis libros,
y otra bien distinta es que te haya autorizado a plagiarlos. Además, le
regalaste el poema que yo escribí para Matilde.
-¡La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la usa!
-Me alegra mucho la frase tan democrática., pero no llevemos la
democracia al extremo de someter a votación dentro de la familia quién
es el padre.
En un arrebato, el cartero abrió su bolsón y extrajo una botella de vino
de la marca predilecta del poeta. El vate no pudo evitar que a la sonrisa
siguiera una ternura muy semejante a la compasión. Avanzaron hasta la
sala, levantó el fono y discó.
-¿Señora Rosa viuda de González? Le habla otra vez Pablo Neruda.
Aunque Mario quiso oír la réplica por el auricular, ésta sólo alcanzó el
sufrido tímpano del poeta.
-«Y aunque fuera Jesús con sus doce apóstoles. El cartero Mario
Jiménez jamás entrará en esta casa.»
Acariciándose el lóbulo, Teruda hizo vagar su mirada hacia el cenit.
-Don Pablo, ¿qué le pasa?
-Nada, hombre, nada. Sólo que ahora sé lo que siente un boxeador
cuando lo noquean al primer round.
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