Una semana anduvo Mario con las metáforas atragantadas en la garganta. Beatriz, o estaba presa en su habitación, o salía a hacer las compras o a pasear hasta las rocas con las garras de la madre en su antebrazo. Las seguía a mucha distancia escamoteándose entre las dunas,
con la certidumbre de que su presencia era una roca sobre la nuca de la
señora. Cada vez que la chica se daba vuelta, la mujer la enderezaba con
un tirón de orejas, no por protector menos doloroso.
Por las tardes, oía inconsolable La vela desde las afueras de la
hostería, con la esperanza de que alguna sombra se la trajera en esa
minifalda que hasta alturas soñaba levantar con la punta de su lengua.
Con mística juvenil, decidió no aliviar mediante ningún arte manual la
fiel y creciente erección que disimulaba bajo los volúmenes del vate por
el día, y que se prohibía hasta la tortura por las noches. Se imaginaba,
con perdonable romanticismo, que cada metáfora acuñada, cada suspiro, cada anticipo de la lengua de ella en sus lóbulos, entre sus piernas,
era una fuerza cósmica que nutría su esperma. Con hectólitros de esa
mejorada sustancia haría levitar de dicha a Beatriz González, el día en
que Dios se decidiera a probar que existía poniéndola en sus brazos, ya
fuera vía infarto de miocardio de la madre o rapto famélico.
Fue el domingo de esa semana cuando el mismo camión rojo que se
había llevado a Neruda dos meses antes, lo trajo de vuelta a su refugio
de isla Negra. Sólo que ahora, el vehículo venía forrado en carteles de un
hombre con rostro de padre severo, pero con tierno y noble pecho de
palomo. Debajo de cada uno de ellos, decía su nombre: Salvador Allende.
Los pescadores comenzaron a correr tras el camión, y Mario probó con
ellos sus escasas dotes de atleta. En el portón de la casa, Neruda, el poncho doblado sobre el hombro, y su clásico jockey, improvisó un breve discurso que a Mario le pareció eterno:
-Mi candidatura agarró fuego -dijo el vate, oliendo el aroma de ese mar
que también era su casa-. No había sitio donde no me solicitaran. Llegué
a enternecerme ante aquellos centenares de hombres y mujeres del
pueblo que me estrujaban, besaban y lloraban. A todos ellos les hablaba
o les leía mis poemas. A plena lluvia, a veces, en el barro de calles y
caminos. Bajo el viento austral que hace tiritar a la gente. Me estaba
entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones. Cada
vez acudían más mujeres.
Los pescadores rieron.
-Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo, si salía
35