Eran así de satinadas las hojas del álbum, tan inmaculada su blancura, que Mario Jiménez encontró un feliz pretexto para no escribir sus versos en ellas. Recién cuando hubiera borroneado el cuaderno Torre de
pruebas, tomaría la iniciativa de desinfectarse las manos con jabón
Flores de Pravia, y expurgaría sus metáforas para transcribir sólo las
mejores, con un bolígrafo verde como los que extenuaba el vate. Su infertilidad creció en las semanas siguientes en proporción contradictoria con
su fama de poeta. Tanto se había divulgado su coqueteo con las musas,
que la voz llegó hasta el telegrafista, quien lo conminó a leer algunos de
sus versos en un acto político-cultural del Partido Socialista de San
Antonio. El cartero transó en recitar la Oda al viento de Neruda, acontecimiento que le valió una pequeña ovación, y la requisitoria de que en
nuevas reuniones distrajera a militantes y simpatizantes con la «Oda al
caldillo de congrio». Muy ad hoc, el telegrafista se propuso organizar la
nueva velada entre los pescadores del puerto.
Ni sus apariciones en público, ni la pereza que alentó el hecho de no
tener cliente a quien distribuirle la correspondencia, mitigaron el anhelo
de abordar a Beatriz González, quien perfeccionaba día a día su belleza
ignorante del efecto que estos progresos causaban en el cartero.
Cuando finalmente éste hubo memorizado una cuota generosa de versos del vate y se propuso administrarlos para seducirla, se dio de bruces
con una institución temible en Chile: las suegras. Una mañana en que
disimuló pacientemente bajo el farol de la esquina que la esperaba, cuando vio a Beatriz abrir la puerta de su casa, y saltó hacia ella rezando su
nombre, irrumpió la madre en escena, la cual lo fichó como a un insecto y le dijo «buenos días» con un tono, que inconfundiblemente significaba «desaparece».
Al día siguiente, optando por una estrategia diplomática, en un
momento en que su adorada no estaba en la hostería, llegó hasta el bar,
puso su bolsa sobre el mesón, y pidió a la madre una botella de vino de
excelente marca, que procedió a deslizar entre cartas e impresos.
Tras carraspear, dedicó una mirada a la hostería como si la viera por
primera vez, y dijo:
-Es lindo este local.
La madre de Beatriz, repuso cortésmente:
-Yo no le he preguntado nada su opinión.
Mario clavó la vista en su bolsa de cuero, con ganas de hundirse en
ella y hacerle compañía a la botella. Carraspeó nuevamente:
29