ARDIENTE PACIENCIA - ANTONIO SKARMETA | Page 25

Cuando el pescador vio entrar en la hostería a Pablo Neruda acompañado de un joven anónimo, quien más que cargar una bolsa de cuero parecía estar aferrado a ella, decidió alertar a la nueva mesonera de la parcialmente distinguida concurrencia. -¡Buscan! Los recién llegados ocuparon dos sillas frente al mesón, y vieron que lo atravesaba una muchacha de unos diecisiete años con un pelo castaño enrulado y deshecho por la brisa, unos ojos marrones tristes y seguros, rotundos como ciruelas, un cuello que se deslizaba hacia unos senos maliciosamente oprimidos por esa camiseta blanca con dos números menos de los precisos, dos pezones, aunque cubiertos, alborotadores, y una cintura de esas que se cogen para bailar tango hasta que la madrugada y el vino se agotan. Hubo un breve lapso, el necesario para que la chica dejase el mesón e ingresara al tablado de la sala, antes de que hiciera su epifanía aquella parte del cuerpo que sostenía los atributos. A saber, el sector básico de la cintura que se abría en un par de caderas mareadoras, sazonadas por una minifalda que era una llamada de atención sobre las piernas y que, tras deslizarse sobre las rodillas cobrizas, concluían como una lenta danza en un par de pies descalzos, agrestes y circulares, pues desde allí la piel reclamaba el retorno minucioso por cada segmento hasta alcanzar esos ojos cafés, que habían sabido pasar de la melancolía a la malicia en cuanto estuvieron sobre la mesa de los huéspedes. -El rey del futbolito -dijo Beatriz González, apoyando su meñique sobre el hule de la mesa-. ¿Qué se va a servir? Mario mantuvo su mirada en los ojos de ella y durante medio minuto intentó que su cerebro lo dotara de las informaciones mínimas para sobrevivir el trauma que lo oprimía: quién soy, dónde estoy, cómo se respira, cómo se habla. Aunque la chica repitió «Qué se va a servir» tamborileando con todo el elenco de sus frágiles dedos sobre la mesa, Mario Jiménez sólo atinó a perfeccionar su silencio. Entonces, Beatriz González dirigió la imperativa mirada sobre su acompañante, y emitió con una voz modulada por esa lengua que fulguraba entre los abundantes dientes, una pregunta que en otras circunstancias Neruda hubiera considerado como rutinaria: -¿Y qué se va a servir usted? -Lo mismo que él -respondió el vate. 25