Cuando el pescador vio entrar en la hostería a Pablo Neruda acompañado de un joven anónimo, quien más que cargar una bolsa de cuero
parecía estar aferrado a ella, decidió alertar a la nueva mesonera de la
parcialmente distinguida concurrencia.
-¡Buscan!
Los recién llegados ocuparon dos sillas frente al mesón, y vieron que lo
atravesaba una muchacha de unos diecisiete años con un pelo castaño
enrulado y deshecho por la brisa, unos ojos marrones tristes y seguros,
rotundos como ciruelas, un cuello que se deslizaba hacia unos senos
maliciosamente oprimidos por esa camiseta blanca con dos números
menos de los precisos, dos pezones, aunque cubiertos, alborotadores, y
una cintura de esas que se cogen para bailar tango hasta que la madrugada y el vino se agotan. Hubo un breve lapso, el necesario para que la
chica dejase el mesón e ingresara al tablado de la sala, antes de que
hiciera su epifanía aquella parte del cuerpo que sostenía los atributos. A
saber, el sector básico de la cintura que se abría en un par de caderas
mareadoras, sazonadas por una minifalda que era una llamada de atención sobre las piernas y que, tras deslizarse sobre las rodillas cobrizas,
concluían como una lenta danza en un par de pies descalzos, agrestes y
circulares, pues desde allí la piel reclamaba el retorno minucioso por
cada segmento hasta alcanzar esos ojos cafés, que habían sabido pasar
de la melancolía a la malicia en cuanto estuvieron sobre la mesa de los
huéspedes.
-El rey del futbolito -dijo Beatriz González, apoyando su meñique sobre
el hule de la mesa-. ¿Qué se va a servir?
Mario mantuvo su mirada en los ojos de ella y durante medio minuto
intentó que su cerebro lo dotara de las informaciones mínimas para
sobrevivir el trauma que lo oprimía: quién soy, dónde estoy, cómo se respira, cómo se habla.
Aunque la chica repitió «Qué se va a servir» tamborileando con todo el
elenco de sus frágiles dedos sobre la mesa, Mario Jiménez sólo atinó a
perfeccionar su silencio. Entonces, Beatriz González dirigió la imperativa
mirada sobre su acompañante, y emitió con una voz modulada por esa
lengua que fulguraba entre los abundantes dientes, una pregunta que en
otras circunstancias Neruda hubiera considerado como rutinaria:
-¿Y qué se va a servir usted?
-Lo mismo que él -respondió el vate.
25