Antonio Skármeta
-Beatriz. Me la quedé mirando, y me enamoré de ella.
Neruda se rascó su plácida calvicie con el dorso del lápiz.
-Tan rápido.
-No, tan rápido no. Me la quedé mirando como diez minutos.
-¿Y ella?
-Y ella me dijo: «¿Qué miras, acaso tengo monos en la cara?».
-¿Y tú?
-A mí no se me ocurrió nada.
-¿Nada de nada? ¿No le dijiste ni una palabra?
-Tanto como nada de nada, no. Le dije cinco palabras.
-¿Cuáles?
-¿Cómo te llamas?
-¿Y ella?
-Ella me dijo «Beatriz González».
-Le preguntaste «cómo te llamas». Bueno eso hace tres palabras.
¿Cuáles fueron las otras dos?
-«Beatriz González.»
-Beatriz González.
-Ella me dijo «Beatriz González» y entonces yo repetí «Beatriz González».
-Hijo, me has traído un telegrama urgente y si seguimos conversando
sobre Beatriz González, la noticia se me va a podrir en las manos.
-Está bien, ábralo.
-Tú como cartero, debieras saber que la correspondencia es privada.
-Yo jamás le he abierto una carta.
-No digo eso. Lo que quiero decir es que uno tiene derecho a leer sus
cartas tranquilo, sin espías ni testigos.
-Comprendo, don Pablo.
-Me alegro.
Mario sintió que la congoja que lo invadía era más violenta que su
sudor. Con voz taimada, susurró:
-Hasta luego, poeta.
-Hasta luego, Mario.
El vate le alcanzó un billete de la categoría «muy bien» con la esperanza de cerrar con las artes de la generosidad el episodio. Pero Mario lo
contempló agónico, y, devolviéndoselo, dijo:
-Si no fuera mucha la molestia, me gustaría que en vez de darme
dinero me escribiera un poema para ella.
Hacía años que Neruda no corría, pero ahora sintió la compulsión de
ausentarse de ese pasaje, junto a aquellas aves migratorias que con
tanta dulzura había cantado Bécquer. Con la velocidad que le permitieron sus años y su cuerpo, se alejó hacia la playa alzando los brazos al
cielo.
-Pero si ni siquiera la conozco. Un poeta necesita conocer a una per22