El cartero de Neruda
sionarla con la destreza de sus muñecas, la muchacha levantó la pelota
y se la puso entre medio de unos dientes que brillaron en ese humilde
patio, sugiriéndole una lluvia de plata. Enseguida adelantó su torso ceñido en una blusa dos números más pequeños de lo que exigían sus persuasivos senos, y lo invitó a que cogiera el balón de su boca. Indeciso
entre la humillación y la hipnosis, el cartero alzó vacilante la mano
derecha, y, cuando sus dedos estuvieron a punto de tocar el balón, la
chica se apartó y la sonrisa irónica dejó su brazo suspendido en el aire,
como en un ridículo brindis para festejar sin vaso y sin champagne un
amor que jamás se concretaría. Luego balanceó su cuerpo camino al bar,
y sus piernas parecieron ir bailando al compás de una música más sinuosa que la ofrecida por los Ramblers. Mario no tuvo necesidad de un
espejo para adivinar que su rostro estaría rojo y húmedo. La otra
muchacha se ubicó en el puesto abandonado y, con un severo golpe del
balón sobre el marco, quiso despertarlo de su trance. Mustio, el cartero
alzó la vista desde la pelota hasta los ojos de su nuevo rival, y, aunque
se había definido frente al océano Pacífico como inepto para comparaciones y metáforas, se dijo con rabia que el juego propuesto por esa pálida pueblerina sería a) más fome que bailar con la hermana, b) más
aburrido que domingo sin fútbol y c) tan entretenido como carrera de
caracoles.
Sin dedicarle ni una pestañeada de despedida, siguió el rumbo de su
adorada hacia el mesón del bar, se derrumbó sobre una silla como en
una butaca de cine, y durante largos minutos la contempló extasiado,
mientras la chica echaba su aliento en las rústicas copas y luego las
frotaba con un trapo bordado de copihues, hasta dejarlas impecables.
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