El cartero Mario Jiménez tomó literalmente las palabras del poeta, e
hizo la ruta hasta la caleta escrutando los vaivenes del océano. Aunque
las olas eran muchas, el mediodía inmaculado, la arena muelle y la brisa
leve, no prosperó ninguna metáfora. Todo lo que en el mar era elocuencia, en él fue mudez. Una afonía tan enérgica, que hasta las piedras le
parecieron parlanchinas en comparación.
Fastidiado con la hosquedad de la naturaleza, se hizo el ánimo de
avanzar hasta la hostería para consolarse con una botella de vino, y si
encontraba algún ocioso merodeando en el bar desafiarlo a un partido de
taca-taca. A falta de estadio en el pueblo, los jóvenes pescadores satisfacían sus inquietudes deportivas con el lomo curvo sobre las mesas del
futbolito.
Desde lejos lo alcanzó el estruendo de los golpes metálicos junto a la
música del Wurlitzer, que rasguñaba una vez más los surcos de Mucho
amor por los Ramblers, cuya popularidad se había extinguido hacia una
década en la capital, pero que en el pequeño pueblo seguía siendo actual. Adivinando que a la depresión se le sumaría el fastidio de la rutina,
entró al local dispuesto a convertir en vino la propina del poeta, cuando
lo invadió una embriaguez más cabal que la que ningún mosto le había
provocado en su breve vida: jugando con los oxidados muñecos azules,
se encontraba la muchacha más hermosa que recordara haber visto,
incluidas actrices, acomodadoras de cine, peluqueras, colegialas, turistas y vendedoras de discos. Aunque su ansiedad por las chicas equivalía
casi a su timidez -situación que lo cocinaba en frustraciones- esta vez
avanzó hasta la mesa de taca-taca con la osadía de la inconsciencia. Se
detuvo detrás del arquero rojo, disimuló con perfecta ineficiencia su
fascinación acompañando con ojos saltarines los vaivenes de la pelota, y,
cuando la chica hizo tronar el metal de la valla con un gol, levantó la
vista hacia ella con la sonrisa más seductora que pudo improvisar. Ella
respondió a tal cordialidad con un gesto conminándolo a que se hiciera
cargo de la delantera del equipo rival. Mario casi no había advertido que
la muchacha jugaba contra una amiga, y sólo se dio cuenta cuando la
golpeó con la cadera desplazándola hacia la defensa. Pocas veces en su
vida había notado que tenía un corazón tan violento. La sangre le bombeaba con tal vigor, que se pasó la mano por el pecho tratando de
apaciguarlo. Entonces ella golpeó el blanco balón en el canto de la mesa,
hizo el gesto de llevarlo hasta el otrora círculo central, desteñido por las
décadas, y, cuando Mario se dispuso a maniobrar sus barras para impre18