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No obstante, las buenas intenciones que se tenían para construir el Archivo, conflictos armados como la guerra entre España e Inglaterra a finales del siglo XVIII que impidieron que se siguiera surtiendo de papel a la Nueva España y la inminente guerra de Independencia de México que haría que los pocos documentos existentes en las oficinas fueran utilizados para fabricar armas, serían algunas de las causas importantes que provocarían que el proyecto no se concretara sino hasta tres décadas después.
Tras la Guerra de Independencia, la reestructuración en la administración pública no se hizo esperar: muchas oficinas desaparecieron, otras más se crearon y otras tantas se fusionaron. Con esta reorganización del aparato burocrático la situación de los Archivos empeoró aún más, pues si bien es cierto que durante el conflicto armado los documentos fueron desorganizados, hacinados, humedecidos y muchos otros destruidos, también lo es el hecho de que desde entonces se han convertido en objeto de una labor titánica de organización que no ha podido ser resuelta del todo, incluso en nuestros días.
Fue hasta el año de 1823 cuando se retomó el proyecto de construcción del Archivo, año también en el que éste logró consolidarse, pero esta vez bajo la denominación de Archivo General y Público de la Nación, mismo que dependió del recién creado Ministerio de Asuntos Interiores y Relaciones Exteriores, y cuyo propósito fue “dispensar toda la protección correspondiente a ese depósito de luces, hechos y derechos de las generaciones mexicanas a través de la custodia de los expedientes correspondientes a los antiguos Archivos de Gobierno y Guerra […] y todos los negocios concluidos, documentos y otras cosas antiguas e interesantes para la historia”. (AGN, 1994)
En concordancia con esta cita, se trata de una etapa en la que los Archivos pasaron de ser exclusivamente instrumento funcional en la generación, control y resguardo de documentos oficiales de la administración a ser instituciones de conocimiento para la historia mexicana.
Así comenzó una ardua labor al interior del Archivo: se contrataron escribientes, cabos y sargentos suspendidos con el fin de llevar a cabo la reorganización de los documentos. Derivado de esta situación, en 1846 se expidió el primer Reglamento que determinaba el funcionamiento del Archivo, al tiempo que centralizaba los Archivos de la Administración Pública Gubernamental. Esta situación de aparente bienestar se prolongaría hasta finalizar el siglo XIX, periodo durante el cual México experimentó un notable crecimiento económico y una significativa estabilidad política, llegando a impactar, incluso, en las actividades del propio Archivo.
A pesar de los avances que logró tener éste tras el periodo independentista, la Revolución Mexicana, opacaría una vez más su labor y traería consigo no sólo cierres continuos, sino cambios en su denominación y en su adscripción.